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  Miércoles 01 de Septiembre de 2010  
 
 
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  Una vida en la chacra
Orlando González y Manuela Cayo trabajan 12,5 hectáreas al oeste de Roca. La historia de una familia de chacareros .que es, a la vez, una historia de amor.
 
 
 
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Aquí, en este galpón repleto de herramientas, se casaron hace 35 años. Por entonces, no imaginaban que sus peras y manzanas se venderían algún día en Moscú o Amsterdam, ni que aquel país donde el progreso parecía posible y la inseguridad era que te robaran una gallina iba a cambiar tanto. En aquellos tiempos bastaba caminar con el farol hasta la finca vecina para saludar, los hombres jugaban un truco y las mujeres una escoba al 15, compartían unos mates o una naranjina, como le decían a la Crush, hasta que llegaba la esperada noche del sábado y a las naranjinas se sumaban las cervezas y las chacras se rotaban para organizar un asalto y sonaban las pegadizas rancheras de Los Iracundos, los inolvidables boleros de Los Ángeles Negros, que se bailaban agarrados, y de vez en cuando el rock de Creedence que pedían los más audaces. Las fiestas se hicieron tan populares que caía gente que ni conocían, y más de una vez los chicos del centro se confundían, entraban al lugar equivocado y salían a la carrera por el escopetazo al aire del chacarero que advertía a los invasores que nadie podía tocar a sus animales.

-El problema es que ahora los asaltos son de otro tipo -dice Orlando mientras convida un amargo en el comedor de su casa, en la chacra ubicada camino a Paso Córdoba. Manuela, su mujer, ceba con mano experta mientras prepara un envío de manzanas y cuando puede se acerca y aporta datos, recuerdos precisos, fragmentos de una historia en común que atraviesa más de un siglo.

Cuando Amalio, el abuelo de González, llegó al Valle desde el pequeño pueblo de Navalmoral (Salamanca) a comienzos de siglo XX, el Dique Ballester y el Canal Grande eran sólo proyectos y Roca se reducía a un puñado de casas rodeadas por tamariscos y un monte que parecía no terminar nunca. Amalio desmontó una parcela, compró vacas, montó un tambo, repartió leche en un carro tirado a caballo y con el tiempo    plantó viñedos y frutales en 50 hectáreas al oeste de la ciudad.  Justo, uno de los cuatro hijos, heredó 12,5 hectáreas, las que hoy trabajan Orlando y su mujer.

Del lado de Manuela, el primero en llegar fue su abuelo paterno, el andaluz Emiliano Padilla, que alcanzó a trabajar en el Canal Grande que le daría sentido a la región. Se afincó del otro lado del curso de agua, al norte, que no tenía tan buena fama como el sector sur. Manuela remarca la frase: el otro lado. Una pasarela se utilizaba para atravesar el canal que dividía en dos a la ciudad. Años después, cuando España se desangraba en la guerra civil, don Emiliano escuchaba las noticias en la radio de onda corta y les pedía por carta a sus familiares que vinieran con un argumento poderoso: "Aquí hay mucha tierra para trabajar". Por entonces, transitaba esas calles un legendario bandido con fama de robar bancos y ricos y repartir el botín entre los pobres: Bailoretto. El prestigio del pan casero de María Padilla había crecido tanto que hasta el Robin Hood de las pampas paraba a probarlo y a tomar un mate cocido.  

A fines de la década del '40, Eduardo y Antonio, sobrinos de don Emiliano, respondieron al llamado del tío y se instalaron aquí. Los futuros padres de Manuela, en cambio, dudaban. Serafín se ocupaba de las naranjas plantadas en el campo de los patrones en Valencia y Manuela M. de la casa. Los dueños de la finca se habían encariñado con ellos, les habían dado una vivienda y les rogaron que no se fueran a un lugar desconocido cuando en su última carta don Emilio insistió en que en Roca iban a estar mejor.
Y se vinieron. Después de aquel largo viaje en barco en enero de 1955, a ella le sorprendió esa Buenos Aires tan luminosa y vital. Pero cuando subieron al tren y pasaban las horas y aquel desierto que la intimidaba seguía detrás de la ventana y no llegaban nunca se preguntó si había tomado la decisión correcta. Y lloró cuando bajó en la estación de Roca y vio la tierra, el monte y los tamariscos y cuando cargaron el baúl y los llevaron hasta la casa de don Emiliano, que a esa altura era de material. No era el único cambio; sus dos cuñados habían conseguido trabajo: Antonio era chapista y Eduardo mecánico en la agencia Dodge de Alberto Tamburini. Serafín también consiguió empleo ahí y Manuela M. planchaba y lavaba y sumaba unos pesos.

Un año después él consiguió trabajo en Canale y se instaló con su familia en una de las casas que la empresa brindaba a sus empleados, en una verdadera mini ciudad que crecía al suroeste de Roca con sus frutales y vides. Se trabajaba de sol a sol y se servía el desayuno dos horas después de comenzada la jornada, cuando pasaba el camión con el tanque y su carga de trinchitas criollas y mate cocido. Manuela aún recuerda su alegría cuando se sentaba a upa de mamá con su jarro de aluminio y también cuando iba a la proveeduría a buscar leche y carne. Todos anotaban en una libreta y pagaban cuando cobraban al final de temporada. El problema fue el comienzo: su padre iba a porcentaje con las hectáreas que le habían asignado y aún no tenía nada por cobrar. Sin saberlo, les dio una mano el Turco Salur, que repartía yerba en bolsas grandes. Un día se le cayó una y ellos la rescataron y con los mates y el pan pasaron los días hasta que con los primeros pesos pudieron comprar comida. Después se reirían con el Turco al recordar aquel descuido providencial.

El destino llevó a la familia de Manuela a otras chacras, la última la de Ferrari y Monasterio, a 400 metros de la que vivía Orlando. Y aunque los dos fueron a la legendaria Escuela Romagnoli por donde pasaron generaciones de hijos de productores y chacareros, como había cuatro años de diferencia entre ambos nunca se prestaron demasiada atención. Después, ya adolescente, ella fue a aprender corte y confección con Amparito, la madre de él.
-Me hablaba tanto del hijo  que yo pensaba que era un rubio muy alto -recuerda y se ríe. Y cuenta que poco después su padre compraría una chacra de 8 hectáreas en J.J. Gómez donde plantaron hortalizas que en sólo dos años pagaron el valor de la tierra.  Al principio ella vendía con una balanza colgada de un tamarisco, pero después un cliente albañil construyó el salón donde abrieron la verdulería. La mitad se la pagaron con billetes, la otra con verduras.
Pero antes, una tarde Manuela llegó a su clase de corte y confección en bici y vio a un chico arrodillado que limpiaba una acequia. Siguió camino. "¿No viste a mi hijo?" -preguntó Amparito. "Me quedé helada", recuerda Manuela. El chico no tenía la altura que había imaginado, pero sí la intensidad de aquella mirada azul que la cautivó para siempre: "Teníamos el mismo grupo, íbamos a los mismos asaltos. Y así empezó la historia..."                                                  
Y aquí están ahora, con dos hijos (Gustavo, de 35 es apicultor y Gabriela, de 33, contadora),  los nietos y las 12,5 hectáreas. Forman un equipo: él en la chacra, ella reparte, embala y lo ayuda. Y si hay que tomar decisiones, piensan de a dos.
En 1992 reconvirtieron y plantaron 4,5 hectáreas de Williams, empujados por la lógica del mercado: "Sin peras no te compraban manzanas", dice él. Aquellas hectáreas hoy se suman a las 3,5 de manzanas Chañar y Red Chief y 1,5 de duraznos, pelones y ciruelas, en total 400.000 kilos de fruta cada año. "Con tanta pera que hay ahora en el Valle es difícil de exportar. Faltan bines y capacidad de frigorífico, porque en sólo 2 o 3 semanas hay que sacarla de los árboles. Se vendió mejor en temporada de cosecha: llegamos a 1,70 el kilo. Ahora se paga 1 peso, con frío y todo..."

Hace 3 años fueron parte del grupo fundador de la Cooperativa Los Pioneros, que nació con la idea de que la mejor manera de defender los intereses de los pequeños productores es integrarse.   
Los días comienzan a las 6 para ellos, no importa el momento del año: de mayo a agosto se poda, entre julio y agosto se mueve la tierra y se abona, se ralea en octubre y se cosecha la fruta de carozo a partir de fines de noviembre, la pera en enero y febrero y la manzana entre febrero y abril.
-Me gusta este mundo: uno se ha criado aquí- dice Orlando y agrega que desde la incorporación del riego por aspersión ya no es necesario que entre tres y cuatro personas se ocupen de mantener el fuego encendido cada hectárea y media para combatir las heladas.
Entre las quejas, figuran el aumento del valor de los insumos, el combustible y la mano de obra pero no de la fruta. Y que en el supermercado cueste 9 lo que a ellos le pagan 1. A veces los gana el desánimo, pero no por mucho tiempo: "Esto es lo que hicimos toda la vida... ¿qué otra cosa vamos a hacer?".

Javier Avena
javena@rionegro.com.ar

   
   
 
 
 
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