En Chacra Monte hace frío. Los vecinos más antiguos aprendieron a vivir con él, se las arreglaron como se las arregla la gente de campo y hasta consiguieron que les llegue el gas rural. Pero los más nuevos, los que recién empiezan a hacer su propia vivienda en las dos tomas que se instalaron alrededor del barrio, lo sufren tanto que hasta vieron cómo un bebé se les escapaba en una noche de helada.
Blanca Sandoval conoce mucho de esos fríos. Nació en el barrio en 1943. Sus papás habían llegado un año antes, pidieron permiso para instalarse en el municipio y sólo consiguieron una respuesta intermedia. “Les dijeron que hicieran un rancho pero  precario, no bueno, porque por ahí se tenía que ir. Y se hicieron una casa de palos con ramas y un poco de pichana. Esa fue nuestra casa, ahí nací yo, y me crié hasta que tenía 7 o 9 años. Mi papá cortó ladrillos, ladrillitos de adobe, y se hizo una pieza. Después nos cambiamos de sitio, pero nunca nos fuimos de acá”.
La mayoría de los vecinos trabajaba en las chacras de los alrededores y en el establecimiento Canale que fabricaba y comercializaba casi todo. “Papá, mi hermano, mis hermanas, todos trabajaban ahí porque en Canale había muchas secciones: estaba confituras, la bodega, el secadero, el galpón, la sidrera. Era un establecimiento muy grande, es todavía pero antes había mucho trabajo. Incluso la carne nosotros la sacábamos de ahí y nos la descontaban del mes porque carneaban en ese lugar”, cuenta Blanca.
Los primeros vecinos eran pocos, todos se conocían y ayudaban. Blanca recuerda que las mujeres hacían de partera cuando había necesidad. Como un homenaje las recuerda: “Cuando llegamos al barrio había cuatro casitas no más. Vivía una viejita, Agustina Purayán, y más arriba, estaba Anastasia Salto. Ceferino Llañez vivía acá donde vivo yo ahora. Después, al tiempo, empezó a venir gente y les gustó. Como era un barrio tranquilo cada uno agarraba su pedazo porque no había ‘reglamentario’ sino que a uno le gustaba y decía ‘¿Puedo hacer la casita al lado suyo?’ Y si... a nadie le molestaba. No había control, era un asentamiento”.
Así empezó el barrio. Con un asentamiento. Y muchos años después, en el 2006, algunos de los hijos de los vecinos de Chacra Monte decidieron ocupar ilegalmente parte de las 40 hectáreas de la chacra 184 del barrio. Y cada día se sumaban familias que se iban enterando. En menos de una semana se contaban cerca de 170 familias y en unos pocos meses ya eran 320. Con reclamos y viajes a Viedma, consiguieron que el gobierno municipal expropiara 20 de las hectáreas de la chacra. En enero Arsa les donó 200 metros de caños de agua para extender la red desde el antiguo barrio hasta el nuevo predio y a poco más de un año de instalados consiguieron los títulos de la tierra. En junio pasado comenzaron a pedir planes de vivienda y lograron que el intendente Carlos Soria y el titular del IPPV, Vicente Pilli, se comprometieran a gestionarles 240 viviendas en Nación. Volvieron con la promesa de 214 casas.
Todo muy rápido. Muy diferente a lo que recuerda Blanca. “Les decía a los chicos de la toma que tienen suerte porque antes del año consiguieron muchas cosas. Yo ya tenía nietos cuando me dieron el título de la tierra, el precario. Ahora tenemos que pagar para que nos den el válido”.
La tenencia de las tierras fue un gran problema desde el comienzo del barrio. “Mis padres fallecieron antes de tener la propiedad. Como barrio se empezó a armar después del 84, antes no se podía hacer mucho porque no éramos propietarios, era un asentamiento. Incluso el dueño nos quiso sacar muchas veces y hubo muchos políticos que también nos quisieron sacar, llevarnos allá a mil metros, que ahora se está haciendo un barrio, la toma que le dicen. Pero nadie quiso salir porque esta el canal acá, para riego es hermoso, y había tierra buena así que se hacía una quinta bárbara, de eso a veces se vivía, con la verdura y las gallinas que se podían criar”.
Blanca se casó con un chacramonteño por adopción. “Mi marido es del campo pero llegó a los 13 años y no se fue más. Ya hace 49 años que nos casamos, si Dios quiere el año que viene tenemos las bodas de oro. El es jubilado. Tiene 72 años. pero hoy esta trabajando, se fue a podar. Trabajó en Canale, en el aserradero. Después cuando Canale paró todo empezó en las chacras”.
Tuvieron cuatro hijos que fueron buscando su oficio e instalándose en el barrio. “Los tengo a todos cerquita”, dice ella.  “Mis hijos estudiaron en Romagnolli. Uno sólo que quiso seguir estudiando y se nos hizo pesado a nosotros. Mi cuñada iba a una iglesia adventista y en esa iglesia a los pibes que querían estudiar los anotaban y los llevaban a Córdoba. Trabajaban y con el trabajo pagaban el estudio. Pero cuando fuimos a anotarlo estaba completo. De todas maneras aprendieron. El hace chapa y pintura, es mecánico, albañil. Y el otro tiene su ‘ciclismo’ y en la temporada es tractorista. El otro trabaja en la chacra y mi hija se casó y no trabajó más”.
Todos colaboraron para hacer la casa en la que hoy vive Blanca. “Esta casa es toda nueva. Mi marido cargaba los pisaderitos de tierra, me metía bastante guano de caballo o aserrín. Y los chicos que eran chiquitos me acarreaban el barro con palangana, como pudieran me tenían la carretilla llena y yo cortaba adobe. Ochenta adobes por día. Y con eso empezamos a levantar la casa. Después nos fuimos refinando -sonríe Blanca-, empezamos a comprar ladrillones y cemento, y ya empezamos con el piso. Todavía no la tenemos pero de a poquito vamos”.
Todo el barrio se fue poblando de la misma manera. “Hasta que llegamos al 83 cuando volvió la democracia y empezamos a tener la luz. En el 89 sacaron las 92 viviendas, era como una hipoteca, sacaban los materiales y entre los compañeros levantaron una casa primero, después la otra y así”.
La escuela es uno de los grandes logros del barrio. Pero a quien se le pregunte podrá decir que además de los vecinos hubo un hombre muy importante para este proyecto. “Hubo un radical que conocí cuando tenía como 9 años. Se llamaba Américo Sariso. Entraba por entre medio de las pichanas con la camioneta llena de barro y me decía ‘Mira petisa, yo no me quiero morir hasta ver la escuela acá. Tenía un taller en Roca pero le gustaba trabajar por los pobres. Digo pobres, nosotros éramos pobres, no fuimos nunca ricos. Llegaba con la camionetita y nos traía cascarilla, leche condensada... a todos los vecinos. No nos visitó por interés, siempre venía, siempre estuvo dándonos fuerza, diciendonos que tuviéramos confianza, que él sabía que esto se iba a hacer una villa”.
“El último día que lo trajeron a vernos me dice, “¿Cómo va a ir esto?” Yo le dije, tenemos el proyecto de la escuela. Y me dijo: “Mirá, si no la alcanzo a ver, mis cenizas van a quedar ahí. Y así fue, sus cenizas están desparramadas ahí, a donde se iba a hacer la escuela. Hay lindos recuerdos”, concluye Blanca.