Fue un sábado de otoño de 1996 cuando empecé a pensar que teníamos que cambiar, mientras esperábamos a un agricultor boliviano que quería alquilarnos la chacra. Son 18 hectáreas ubicadas unos 7 km al este de la ciudad, entre la Ruta 22 y el río. Pasaban las horas y el tipo no aparecía. Con mi viejo, Fernando, ya no sabíamos qué hacer para matar el tiempo. El acuerdo era que le íbamos a dar la casa, la maquinaria, el galpón, los insumos. El iba a trabajar la tierra a cambio del 50% de las ganancias, como hacen los ‘medieros’. Era nuestro quinto ‘mediero’ en seis años. Tuvimos tomate, lechuga, choclo, cebolla, de todo. Al final no apareció. El domingo me rayé y decidí que nosotros nos íbamos a ocupar de la chacra. Y que había que plantar frutales.
Lo primero fue descartar las manzanas y las peras; ya había demasiados productores. Apostamos al carozo con una hectárea de pelones y una de duraznos. Sumamos 300 plantas de cereza y seguimos con la alfalfa, como para pilotearla los cinco años que hay que esperar para que los frutales entren en producción. La alfalfa, además, enriquece la tierra, le aporta nutrientes. En el ‘99 los frutales empezaron a dar. Pese a las inundaciones y a dos grandes granizadas, no nos podemos quejar: ahora, con otros productores de cerezas exportamos a Hong Kong, España, Bélgica, Brasil y también vendemos al mercado interno. Pero hace apenas dos años estuvimos a punto de naufragar, cuando un importador español nos dejó de 'garpe' con 36 mil euros y el kilo de cereza bajó de 12 dólares a 6 en medio de la temporada, justo cuando debíamos 25 mil dólares por el préstamo de la máquina con la que procesamos la fruta. Zafamos, con mucho esfuerzo, zafamos. Pero mejor te cuento la historia desde el comienzo.
Todo empezó en los años ‘70, cuando mi papá –que entonces trabajaba en el Banco Río Negro y Neuquén– compró la chacra con unos ahorritos. Enseguida plantó pera y manzana. Había que regar con un tractor, se gastaba mucho en gasoil. Sin asesoramiento se complicó y se secaron las plantas. Yo era chico y muchas veces lo acompañaba. Como el trabajaba de lunes a viernes, íbamos los fines de semana. Cambiábamos postes, poníamos alambrados, hacíamos terraplenes con bolsas de arena para frenar el agua: cada vez que aumentaba la demanda eléctrica abrían las compuertas de El Chocón y se nos inundaba una parte de la chacra. Eso nos pasa hasta hoy. ¿Ves aquellos lechos de río? Cuando largan el agua de las represas se llenan. Y a veces se desbordan.
Sigo con el relato: en los ‘80 mi viejo alquiló la chacra. Después, en el ‘90, arrancamos con los “medieros”. No es un tema sencillo. Una temporada, por ejemplo, me entusiasmé con la cebolla. Plantamos 7 hectáreas con semillas importadas. Cuando llegó el momento de trasplantar los plantines el tipo me dijo: ‘Maestro, para esto vamos a necesitar más gente’. ‘¿Cómo? ¿Este laburo no lo hacés vos?’, le pregunté. Y no, no lo hizo. Al final terminé perdiendo guita. Así, a los golpes, te vas quemando, vas aprendiendo. Después, con otro ‘mediero’, plantamos zanahoria... ¡con la cebolla ya no quería saber más nada! Me pidió la camioneta para salir a vender. Me la devolvió rota. No es fácil encontrar la gente. Tampoco es fácil manejar una chacra si vos tenés otro laburo de lunes a viernes. Hay muchas cosas que se te escapan... Eso le pasó a mi viejo. Y también a mí, al principio.
En el ‘96 plantamos los frutales, como te conté al comienzo. Y me metí en Cambio Rural, un programa del INTA que fomentaba el asesoramiento a los productores chicos, la cultura del trabajo y el conocimiento técnico. Muy, muy piola, lástima que terminó. Para que te des una idea, hubo casos de productores chicos que llegaron a exportar. En esos tiempo yo tenía un trabajo como administrativo y a la chacra le dedicaba los fines de semana y los feriados. Hay mucho para hacer: poner los postes, alambrar, plantar, defender de la helada, la ortopedia de las ramas (doblarlas y atarlas a 90º para evitar el crecimiento y favorecer la fructificación), podar, regar... Además, acá te pasa cada cosa. Una vez, por ejemplo, me llama el encargado por el equipo de radio, desesperado: ‘Atento, Gustavo, atento. Atento, Gustavo, atento. Es urgente’, decía. ‘¿Qué pasa’, le contesté. ‘¡El chupacabras estuvo en la chacra!’. Vine volando. ¿Sabés qué había pasado? Entraron unos chorros con un bote y faenaron la vaca acá mismo. Dejaron las vísceras y la cabeza. Otra vez le vendí alfalfa a un tipo que no tenía con qué pagarme. Me ofreció unas ovejas. Vino a verme: ‘Este pasto es caviar para los ovejas’, me dijo. La cuestión es que apenas llegaron se trepaban a los árboles y me comían todas las cerezas de abajo... Duraron cinco días, las tuve que regalar. Ya me desvíe otra vez, lo que te quería contar es que en 2001 me di cuenta de que las cerezas andaban muy bien. Y empezamos a plantar más, de a 500 plantas por año. Es un árbol noble y no requiere de mucha protección sanitaria.
En la temporada 03/04 hicimos la primera reunión de productores de cereza con Enrique Polich, Fausto Ferroni, Eduardo Yop y Héctor López, con la idea de fijar un precio común y no jodernos entre nosotros. Para la temporada siguiente llamé a un amigo para que nos alquilara la máquina que tenía en el galpón de empaque, dentro de la cámara de frío. Y nos animamos a exportar a Brasil: vendimos unas ocho toneladas a razón de entre 12 y 13 dólares por cada bulto de cinco kilos. También colocamos unas 3 toneladas en el mercado interno. Para la temporada siguiente ya nos planteamos otros objetivos en conjunto: unificar criterios de producción, comprar los insumos juntos para abaratar costos, ser asesorados por un ingeniero agrónomo. Al grupo original ya se habían sumado otros tres productores. Y en una reunión dije que si queríamos progresar teníamos que comprar una máquina más grande. Yo había asistido a unas jornadas de fruta fina en Neuquén y había visitado viveros y chacras en Mendoza. Yo soy un hincha pelotas, yo miro más allá. Por eso en aquella reunión me planté.
-No podemos laburar así. Hay que invertir en una máquina –dije.Había investigado y sabía que había una en venta en Trelew. Pero la mayoría dijo que no estaba en condiciones de arriesgar en eso. Me fui enojado. Poco después me enteré que Metalúrgica Río Negro, de Roca, había desarrollado un prototipo para procesar cerezas. Y que la habían probado nada más que con cerezas de yeso. Costaba 50 mil dólares.
Si hacía la vertical no se me caía ni el llavero, pero fuimos con Polich a ver al dueño de la empresa, Raúl Beinaravicius. Le propusimos un acuerdo tipo leasing: que nos diera la máquina y después de la temporada, en diciembre, se la devolvíamos y le pagamos 25 mil dólares. Y que al año siguiente nos volvía a dar el prototipo y al cierre de la temporada le pagábamos los 25 mil dólares restantes y nos quedábamos con la máquina, la primera de tambores rotativos en el Valle.Aceptó. El problema fue que el primer año que trabajamos con ella los importadores españoles nos clavaron 36 mil euros. Que había nevado mucho, que el costo del transporte, que no había combustible, que esto, que lo otro... La guita no apareció. Y para colmo el precio de la cereza bajó de 12 dólares el kilo a 6. Un desastre.
Con lo que cobramos entre Brasil, el mercado interno y lo que nos pagaron al principio en España pudimos cumplir con los productores. No cobré la fruta y Polich tampoco. Pero faltaban los 25 mil dólares de la máquina. Al final la pagamos con 20 mil pesos que teníamos, más lo que saqué por la venta de dos de los tres equipos de producción de alfalfa. Me las compró un hombre de Cinco Saltos. Me vino a ver y me dijo que le interesaba, pero que en ese momento no tenía la plata. ‘Llevalas, cosechás y me pagás’ -le dije. Así fue.
En el 2006, con la máquina ya instalada, ya nuestra, exportamos 20 toneladas. Conseguimos un precio de 3 dólares el kilo para el productor en Hong Kong y de entre 2,10 y 2,30 en EE.UU, Italia y Brasil. En el mercado interno colocamos unas 10 toneladas, a U$S 1,50 el kilo para el productor. En el 2007 sumamos envíos a Bélgica y a Holanda y exportamos unas 30 toneladas. Y vendimos unas 20 toneladas en el mercado interno. Con el paso de los años se fueron agregando productores, ahora vamos desde Choele a Centenario. Hasta acá llega el relato. Como te podés dar cuenta, hay cientos de tipos más representativos, con más historia que yo para hablar de la producción en el Alto Valle. Sólo puedo agregar que a mí no me tocó la varita mágica. Y que uno busca su destino. Uno lo busca.