En este negocio hay un sólo secreto: trabajar. Es simple: si usted pone alguien que coseche, un encargado y un repartidor, ahí se le fue la ganancia. Que contrate un ayudante, puede ser. Pero tiene que estar usted para garantizar la calidad de su fruta.
Tengo comerciantes que son clientes míos desde hace 40 años. Y saben qué clase de manzanas y peras llevo en mi rastrojero. Yo no digo que son las mejores ni las peores; no quiero que nadie piense que ando fanfarroneando. Pero sí digo que mantienen su calidad. Y por eso me siguen comprando. Yo ya tengo 70 años. ¿Qué parezco menos? Puede ser. ¿Sabe por qué? Porque siempre trabajé.
Soy italiano. Nací en Pistoia, 350 kilómetros al norte de Roma. Vine en 1939, cuando tenía un año, en el barco Princesa Giovanna, el último que salió del puerto de Génova hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial. Después quedó anclado en Buenos Aires. Yo aprendí a caminar en el barco: me enseñaron los marineros. Como era el único bebé a bordo era una especie de juguete para ellos. Mi padre había peleado en la Primera Guerra Mundial, con 16 años se lo llevaron al frente. Y no era que bombardeaban con aviones, no. Combatían a 50 metros del enemigo. Imagínese que cuando se la vio venir otra vez nos fuimos todos para la Argentina. Mi viejo, Josué, mi mamá, Paulina Marini, y mi hermana Vanna, de tres años. Un mes duró el viaje.
Fue todo un cambio, un inmenso cambio. Ellos eran obreros en Pistoia. Gente de vida sacrificada: mucho trabajo, poca paga. Vivíamos en un edificio, en un primer piso. Cuando llegamos a Stefenelli, donde teníamos familiares, vimos que había pocas casas, la mayoría de adobe, pocas de material. Y el vecino más cercano estaba a mil metros.
Eran épocas de desmonte de chacras, todo estaba por hacerse. Y uno se encontraba con animales desconocidos como la culebra o el gato montés, que ahora está extinguido. Comida no faltaba. Para los inmigrantes llegar a esta zona era como encontrarse con una mansión de tierra, con mucho espacio para tener chanchos, gallina, pavos, una huerta, el sueño del pibe.
Ganas de trabajar tampoco faltaban. Mi papá primero fue peón raso, después encargado, después arrendatario. En los ‘60 llegó a la chacra propia. La cultura de la huerta se perdió, es una pena. Y la de tener animales también. Un caballo, una vaca, chanchos, gallinas. Te los afanan enseguida, no vale la pena. A mí me robaron herramientas, como a la mayoría. Eso me tiene muy enojado, me hace subir la tanada, como yo digo.
Nosotros tenemos seis hectáreas y media a 10 kilómetros al oeste de Roca, sobre la ruta chica. Cuando hicimos la chacra, en los ‘60, nos planteamos hacer algo diferente. Veíamos que si uno quería tener manzanas en julio tenía que comprarlas en el Mercado del Abasto, en Buenos Aires, donde había cámaras frigoríficas. Acá el desarrollo del frío era incipiente. Tampoco había continuidad de ventas. Entonces hicimos un popurrí: manzanas, peras, duraznos, pelones, cerezas, damascos, ciruelas, con la idea de mantener el abastecimiento a los comercios durante todo el año. Y alquilamos una de los primeros frigoríficos del Alto Valle. Con el correr de los años fuimos incorporando nuevas variedades de acuerdo con las exigencias del mercado.
Yo creo que los pequeños productores somos una especie en extinción. Cada uno tiene que decidir si quiere unirse al resto para comercializar sus productos juntos y así obtener mejores condiciones o si ya prefiere dedicarse a otra actividad. No hay futuro sin unión, pero el productor es muy personalista...
Mire, le doy un ejemplo: en los años ‘50 y ‘60 el Estado tenía líneas de crédito y fomentaba las cooperativas. Se hicieron infinidad, pero la gran mayoría quedó en la nada. El productor, por su idiosincrasia, se centra en su negocio más que en objetivos comunes. Y el problema, ahora, es que el negocio está en peligro. Y el Estado, ausente.
¿Por qué digo en peligro de extinción? Porque el gran problema es la comercialización: no es fácil entrar en la rueda. El productor chico hoy vende su fruta cuando las grandes empresas tienen un faltante. Y si eso no pasa terminan regalándola. Por eso le decía lo de unirse: desde los ‘80 que vengo bregando para que un grupo de pequeños productores encaremos juntos la adquisición de una cámara frigorífica para poder vender también fuera de la temporada. Pero no hay caso: no hay ganas, ni energía, ni financiamiento.
¿Al país le conviene más 100 hectáreas concentradas en manos de una sola empresa o 10 productores con 10 hectáreas cada uno, con su familia, su tractor, sus herramientas? ¿Qué modelo eligieron los países desarrollados? ¿El de las 100 hectáreas o el de las 10? El de las 10 hectáreas, sin duda. Y no lo quiero amargar, pero le doy otro dato: en los años ‘70 había ocho mil productores en el Alto Valle. ¿Sabe cuántos hay hoy? No se si llegamos a tres mil...
Por eso le decía lo del Estado ausente. Si los que mandan no quieren un país de poderosos cada vez más poderosos y productores chicos cada vez más chicos, algo tienen que hacer”.