Hace cerca de un mes los vecino del barrio Villa San Martín de Roca comenzaron a ver como llega una de las obras más esperadas por muchos, al fin las máquinas del municipio comenzaron a preparar la calle Cipolletti para poner el primer asfalto en un sector que tiene más de 75 años y pocos reconocimientos en obras públicas. Seguramente por eso, en la mateada de Silvia Bizama y su vecina Adelaida Garrido se escucha seguido “cuando tengamos el asfalto...” como un momento que marcará el fin de muchos pesares.
Las dos vecinas viven una frente a la otra hace muchos años. Silvia llegó hace cerca de 50 y Adelaida nació en el barrio unos cinco años después. Ambas tienen ascendencia chilena, como muchos de sus vecinos, cuentan, y son dos de las más bochincheras a la hora de reclamar por una mejor calidad de vida para ellas y su barrio: “Porque yo tengo tiempo de sobra para molestar a la gente”, sonríe Silvia al contar de sus largas visitas al municipio.
Cuando se les pregunta qué necesidades tiene el barrio Silvia no duda en responder:
–Uh, aparte de las que nosotros tenemos...
Después empiezan a contar.
El barrio tiene todos los servicios pero ahora están reclamando para que se replantee el alumbrado público, porque hay veredas en las que no hay y otras en las que se pueden usar menos, y por la limpieza de los terrenos baldíos que quedan y que nadie cuida.
“También estamos reclamando los precios que nos quieren cobrar por el asfalto, son una locura –agrega con su voz pausada y grave Adelaida–. A mí me corresponden 6.000 pesos por mi terreno. Yo entiendo que lleva horas de trabajo, horas de máquinas que son caras pero esa plata es una locura. Iba a venir un subsidio de Nación para el asfalto, o sea que iba a ser casi gratuito. Después nos plantearon que había que pagar un porcentaje porque los vecinos de las otras cuadras se iban a molestar entonces aceptamos que equipararan los precios, pero después que nos trajeron el informe de cuánto iba a ser para cada frentista ya no pasa por un subsidio. Este barrio son dos cuadras por cuatro, es chiquito y los vecinos quieren el asfalto completo”.
Rápida, avasallante y apasionada, Silvia agrega: “Tenemos cloacas, hace diez o doce años. Hace doce que está el cordón cuneta. Hay cuadras que no lo tienen, hay gente que lo ha pagado y no se los hicieron, incluso hay una señora que lo pagó dos veces. No se terminó la obra completa lo que lleva a que, cuando llueve, las calles están bastante desniveladas entonces se apisona el agua, se amontona, se pone fea y andan mosquitos y contaminación”.
“Y después –toma la posta su vecina–, lo que nos estaría faltando es que tal vez se organice el municipio y haga una limpieza cada tanto en cada barrio. Porque el basurero pasa todos los días. Pero hay otras cosas que el basurero no las lleva, por ejemplo se te rompe una silla, ramas, etc, te las lleva si está embolsadas, tiene que estar todo embolsado. Habría que hacer una limpieza una vez por mes, en todos los barrios”.
UN BARRIO DE VIEJOS
La frase suena mal, pero para Silvia la verdad no tiene remedio y dispara: “Es un barrio de viejos”.
Y por supuesto, Adelaida continúa la idea, esa que seguramente han madurado entre las dos en las tardes de mate. “Muchos son habitantes antiguos porque son los primeros que llegaron. Te puedo decir quienes viven en estas cuadras porque la mayoría son los de siempre. Algunos tienen alquileres y se renueva un poco porque viene gente de paso a alquilar, pero dentro de todo es gente antigua. La mayoría son jubilados o pensionados y sus ingresos son pocos. Es un barrio tranquilo porque la gente se conoce. Por ahí entra un poco más de temor durante la temporada porque viene gente que uno no conoce. Muchos vecinos han hecho departamentitos para alquilar o piecitas, es un medio de vida, un ingresito más aunque sea como dicen para pagar los impuestos”.
Silvia y Adelaida cuentan que muchos de sus vecinos no tienen aún la escritura de su terreno sino, a lo sumo, un boleto de compra venta. “Hay mucha gente que tiene un boleto de compra-venta pero nunca escrituró. Estamos buscando las posibilidades de encontrar a los sucesores de los dueños originales de estos terrenos que eran de dos socios, porque hoy por hoy una escritura debe estar en dos mil, tres mil pesos y la gente no esta en condiciones de pagar eso”, afirma Adelaida.
Silvia cuenta que su casa era de su suegro. “Cuando yo me mude a esta casa era un ranchito de adobe. Y empezamos a hacer esto de a poco, cada hijo que nacía íbamos arreglando y agrandando”.
Adelaida vive en la casa de su madre. Recuerda que al principio todo era muy precario: “Nuestros paredones de medianera eran tamariscos porque eso era el medio de dividir un terreno con otro. El tamarisco o el alambre tejido. Teníamos un baño afuera con unas arpilleras, las famosas letrinas. Eran cuatro postes parados con bolsas de arpillera que cuando corría viento... eran contados los que podían tener un pesito más para comprar ladrillo y hacer de material. Entonces eran de adobe al principio, después fueron mejorando... como en todos lados”.
“La mayoría de los hijos se van yendo –agrega con pesar–. Son pocos los que logran comprar un terrenito cerca de los viejos, la mayoría se van. Se meten en un plan de viviendas o han hecho sus casitas por esfuerzo propio. Pero la mayoría es toda gente grande la que va quedando. Hay de todo un poco, construcción metalúrgica, chapista, gasista, pintores, mecánicos, carpintería, una variación de gente de trabajo de todos los rubros. Como todo migrante vienen y empiezan a hacer lo que pueden”, aclara Adelaida mientras convida otro mate, de esos que la acompañan en las charlas y preocupaciones por el barrio que la vio nacer.