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Sábado 01 de Septiembre de 2007
 
 
 
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  EL LATIDO DE LA CIUDAD | LA RIBERA
  Donde termina el asfalto
Es un barrio que creció en silencio a unos 7 km del centro, tiene 12 años de historia y unos mil habitantes.
La mayoría trabaja en las chacras y conviven con los trabajadores golondrinas. Ya no se consiguen lotes.
 
 

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Justo unos 20 metros antes de llegar, cuando las primeras casitas del barrio están al alcance de la vista, se acaba inesperada y sugerentemente el asfalto; entonces ahí se llega a La Ribera.
Es un barrio que tiene unos 12 años y cerca de mil habitantes. Está a cerca de siete kilómetros del centro de la ciudad y sólo es traspasado por la mayoría de los roquenses en los viajes hacia el río en las vacaciones de verano. Pero allí, en silencio, la población del barrio crece. Los vecinos son empleados de las chacras de la zona que poco a poco instalaron alrededor de sus lugares de trabajo y construyeron ahí sus viviendas, precarias primero y de material después.
El barrio tiene dos realidades, según la estación. El calor trae, además de los autos hacia el río Negro, la mayor demanda de trabajo de las chacras y los mejores sueldos del año. Como las ramas de los árboles se van vistiendo de verde, las caras de los vecinos se visten de dignidad y orgullo con el trabajo genuino. Trabajadores “golondrinas” llegan de distintos puntos del país a compartir las horas de labores y las de ocio con los locales. Pero el clima cambia y las hojas caen llevándose con ellas la demanda de mano de obra en la zona rural. El frío es intenso, las noches largas y el hambre... mucho. Demasiado, a veces.
A pocas cuadras de la llegada al barrio por la avenida Mendoza, aunque todo queda a pocas cuadras a decir verdad, vive Teresa Albo. Su casa es bien parecida a la de sus vecinos: paredes de ladrillo sin revoque, techo de chapa, una construcción detenida a un lado, la cerca de maderitas que delimita el terreno y sobre la que cuelgan ropa y zapatillas de todos los talles, números y colores que se secan al sol.Ella no vive sola: “Acá viven mi papá, mi mamá, mis hermanitos más chiquitos, uno tiene 10 y el otro 12, yo, mis tres hijos, y mi otra hermana con los cuatro chicos así que somos muchos”. En total son catorce con edades que varían desde los 5 meses hasta los cerca de 70 años.
Los más grandes aún recuerdan cuando esta familia llegó a La Ribera, hace nueve años. Venían de Cervantes donde su padre había quedado sin trabajo. Al conseguir en una chacra de la zona decidió mudarse con su familia al nuevo barrio. “Mi papá consiguió trabajo acá y mi mamá se hizo amiga de una señora que trabajaba en la municipalidad y le consiguió un terreno, que es este”, explica Teresa.
“Ahora en la casa hay tres habitaciones y la cocina comedor que es grande –continúa–. Está terminada hace poco, cuesta mucho. Porque acá a nosotros se nos quemó la casa que teníamos. Era una casita precaria, recién nos habíamos venido a vivir acá, y se nos quemó esa casa y empezamos de nuevo. Todos los materiales mi papá los tuvo que comprar. Al principio todos nos iban a ayudar y después, cuando pasó lo que pasó, nunca nadie nos ayudó. Todo esto lo hizo mi papá con nosotros”, reafirma.
En la casa los más grandes trabajan pero igual el dinero nunca es suficiente para todo, para todos. “Mi papá, mi hermana más chica, la otra, todos trabajamos acá, todos –recalca Teresa–. Lo que pasa es que no alcanza porque mi hermana trabaja en la chacra y no se gana mucho, mi papá también trabaja en la chacra y mi otra hermana también. No tienen obra social ni nada, a mi hermana que tiene los chicos no le dan nada y ella trabaja en invierno también. Gana 100 pesos a la semana. Quiere conseguir un terreno y anda por todos lados porque avisaron de Cervantes por si se quería ir a anotar para las casas, porque ella tiene domicilio en Cervantes, yo no”.
Conseguir un terreno para mudarse con sus hijos es uno de sus más profundos anhelos. Pero en el barrio no se dan más lotes: “No hay lugar. La única parte donde hay un baldío más grande es atrás de casa que es una zona donde se inunda todo. Le decimos la laguna”, sonríe.
En algunas épocas, el agua llega a todo el barrio. “Se inundan las calles porque hay filtración en toda la calle. El año pasado se inundó acá. Ahí se llena de agua –señala un canal de riego ubicado frente a la puerta de su vivienda–, las canaletas están rotas y se llena de agua y de moscas toda esa parte. Vienen, lo arreglan un poco y así sigue”.
Según ella, en el barrio faltan muchas cosas. Y salta a la vista. “Me dijeron que estaban buscando firmas para poner las cloacas. También haría falta una plaza para los chicos porque se armaron una cancha acá enfrente de casa para jugar porque no tienen dónde. Hay muchos nenes en el barrio y la mayoría vienen para acá a jugar y en el verano para bañarse también, usan el canal de pileta”, cuenta mientras nos enteramos que una sobrina suya estuvo a punto de ahogarse el año pasado.
Los dos mellizos de Teresa, como la mayoría de los del barrio, van al Centro de Desarrollo Infantil de Chacra Monte. “Los vienen a buscar en una trafic; esto es hasta la salita de 4. Ahora cumplen 5 y ya los voy a mandar a Mosconi. De acá van en colectivo con mis sobrinos o mis hermanitos que van todos para allá. Ellos ya están acostumbrados”.
La gran distancia hasta el centro se siente día a día en La Ribera. En primer lugar porque, como cuenta Teresa, allí no hay trabajo y muchas de las vecinas viajan a diario para trabajar de empleadas domésticas en el centro urbanístico de la ciudad. “De acá al centro hay colectivos cada media hora. Se complica cuando hay que ir al hospital porque el primero pasa a las 7 y para ir a buscar turno hay que llegar antes. Entonces tenés que tomar el ultimo colectivo que pasa 0.15 y te quedas allá hasta el otro día. La nena tiene la mutual, el padre me ayuda, pero los mellizos no, los crié yo sola”, dice.
El embarazo juvenil es una de las preocupaciones de asistentes sociales, médicos y otros profesionales que trabajan en el barrio. Y es que para los adolescentes las opciones en La Rivera disminuyen. Hay un grupo de jóvenes de la Iglesia integrado por adolescentes del barrio que tratan de hacer algunas actividades para otros. Pero muchos otros chicos se encuentran con muchas dificultades a temprana edad. Hay algunos que forman pareja temprano y otras, como Teresa, quedan embarazadas y terminan viviendo con los padres. Incluso algunas ceden a los encantos veraniegos de los trabajadores golondrina y cuando llega el invierno esperan un bebé solas.
Como el centro de Roca queda lejos y no pueden pagar el el pasaje en colectivo, muchos adolescentes prefieren hacer el secundario en el colegio de adultos de Mosconi, que les queda más cerca. Pero a la vuelta no hay otras actividades para ellos, por lo que las reuniones en las esquinas acompañadas de cerveza o incluso algunas drogas son tentadoras para muchos. Sin embargo, estas conductas de los más jóvenes aún no alteraron la tranquilidad del barrio en el que cualquier vecino puede dejar lo que quiera en el frente de su casa o dentro de un auto sin llave y así lo encontrará cuando regrese. Una de las ventajas de vivir en un barrio chico. (M.B.)

EL LATIDO DE LA CIUDAD  |  LA VIDA EN LA CHACRA

Dos “bichos raros”


Manuela y Orlando González son dos de los pocos chacareros que viven y trabajan en su propia tierra. Son hijos de inmigrantes y en su historia cuentan la de muchas familias que con esfuerzo forjaron la ciudad.

En alguna época ellos hubieran representado a la mayoría de la población del Alto Valle; sin embargo hoy, Manuela y Orlando González pueden ser vistos por muchos como dos “bichos raros”. Rodeados de grandes extensiones de tierra en producción manejadas por importantes empresas ellos son de los pocos que continúan con uno de los trabajos y formas de vida que marcaron el paisaje de la localidad desde su creación. Viven “en y de” la chacra, relativamente cerca del centro en distancia pero sumamente lejos en costumbres.
Sus ojos sinceros acompañan el relato de la historia de su familia. Orlando nació en la chacra donde hoy viven. “Era de mi abuelo, heredada por mi padre y después por mi”, comienza a contar. Como repitiendo la historia de cientos de familias de la zona uno puede ver la llegada del abuelo de España, la adquisición de la chacra con el sacrificio de los primeros años, el nacimiento de hijos y nietos, las reuniones con otras familias, los días de carneada, de cosecha.
Manuela también se crió en el mismo ambiente. “Vine a vivir acá cuando me casé, ya hace 32 años, pero toda la vida estuve en la chacra. Nosotros llegamos de España en el ‘55 estuvimos un año en el pueblo y después siempre en la chacra. Mis suegros fueron de los primeros alumnos de la escuela Romagnoli, de la escuela vieja -continúa-, fueron ellos, sus hermanos, Orlando, yo y los hijos nuestros. Antes pensábamos a ver quién llegaría primero para prender las estufas a leña, uno salía temprano, oscuro, porque antes no te llevaban como ahora que te llevan al colegio, no, ibas caminando o en bicicleta. Desde acá son tres kilómetros y la mayoría íbamos caminando. Llegábamos con las orejas coloradas, con sabañones”.
Aún guardan el recuerdo de las tazas de chocolate caliente al llegar y los compañeros que iban a caballo y mucho más el que iba en moto. “Era toda una novedad, una motoneta en esa época”, se emociona Orlando.
Ninguno de los dos continuó los estudios secundarios. “Yo estuve 15 días pupila en Roca. Vivíamos en la chacra y los medios no eran los de ahora, tampoco los viejos iba a dejar su trabajo para llevarte, así que yo estuve quince días y extrañaba tanto que no me aguanté -ríe Manuela, y aclara-, que se yo, en ese momento parece que con la primaria era suficiente. Ahora me doy cuenta de que se perdieron años... pero bueno, ya está”.
Orlando también intentó con una suerte parecida. “Yo iba a una profesora particular que me mandaban a contabilidad en esa época. Pero me gustaba la chacra, los caballos y bueno, fui dos años y al final dejé”, reconoce aunque agrega que en realidad siempre su proyecto fue trabajar la tierra de sus padres. Sus dos hijos hicieron el secundario en Roca y fueron definiendo su camino. El varón vive en el centro, es amante de la chacra y se dedica a la apicultura. La mujer, en cambio, siguió la senda que su padre abandonó y está por recibirse de contadora en Neuquén. Ninguno de ellos vive en la chacra, pero los González se alegran al pensar que su hijo lo haría.
Orlando y Manuela reconocen que en la chacra se vive diferente, pero saben por experiencia propia que las cosas mejoraron mucho. “Ahora prácticamente uno va a la ciudad dos o tres veces al día por diferentes trámites. Me acuerdo que cuando era chico iban una vez a la semana y traían toda la mercadería –dice él–. Será porque estoy acostumbrado acá, pero a la ciudad me gusta ir; a vivir no. Es más tranquilo en la chacra, aunque muchos dicen que es muy solo, pero estamos tan cerquita de la ciudad...”
“Te sentís muy inseguro en el centro –sigue ella– porque vos no sabés quién está al lado tuyo. Yo no cambio la chacra por ningún pueblo. Y en departamento ni hablar, me muero”, ríe ella.
“Y ahora menos”, dicen casi a coro contando que desde hace seis años tienen gas, y desde ese momento se olvidaron del trastorno de cargar con leña, querosén y garrafa para pasar el invierno. “Se hacía carísimo para calefaccionar –completa Orlando– porque el tubo de gas era caro, el querosén también. Leña, uno de la misma chacra siempre se va arrancando plantas, pero no es lo mismo porque te acostabas a la noche y a la mañana era una heladera cuando te levantabas. Y ahora está todo calentito”.
Para este matrimonio el día comienza muy temprano. A las seis ya están levantados para hacer alguna de las tantas tareas que demanda la producción de frutales. Tienen apenas unas diez hectáreas plantadas con pera, manzana (que comercializan a galpones de empaque), y fruta de carozo que vende Manuela por su propia cuenta. “A mí me encanta –explica–. Cuando mi viejo compró en Gómez pusimos verduras y había que pagar la chacra, vivir de eso. Y cuando iba gente a preguntarme si vendíamos verduras yo le decía que sí, agarraba el canasto y me iba al campo a cosechar. Cada vez iba más gente, tenía más clientela. Abajo de un tamarisco y con la balanza pescadora”. De a poco, el improvisado negocio fue creciendo hasta que logró hacer un local que sólo abandonó cuando se casó y se mudó con Orlando. Pero la crisis argentina la incentivó a volver al comercio y ya no lo dejó.
Aunque en la temporada suelen contratar a unas cuatro personas para la cosecha, en el año son ellos y un empleado los que realizan todas las tareas. En temporada el día se estira. “Ahora, en setiembre, cuando empieza la floración, ya se complica. Tenés que estar noches enteras sin dormir. Corrés riesgo, es una cosa que está al aire, no tiene techo, así que estás arriesgando continuamente. Y después cuando cosechás tenés el riesgo de cosechar y cobrar”, dice con un dejo de nostalgia Orlando.
Pero Manuela retoma la palabra: “Acá pasás todas las etapas, por ahí reís, por ahí estás contento, por ahí te dan ganas de llorar. A veces salimos y ves lleno de pajaritos y eso te cambia la vida y otras veces andás con lágrimas”. Y lo dice con una sonrisa, con la cuota de optimismo necesario para la vida en la chacra. (M.B.)

   
   
 
 
 
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