| El monumento a la manzana en Roca quiebra con las formas conocidas de representar algo en un punto de la ciudad. Tal vez lo más arriesgado que conlleva es proponer simbolizar el fruto de la tierra que posibilita trabajo y progreso a tantos habitantes de este espacio urbano y rural con la fundación señalada en 1879. La construcción del símbolo-homenaje fue gradual y atravesó instancias que permitieron la observación directa de la secuencia del armado, que cerró con la inauguración compartida por miles de vecinos en una cálida noche de febrero. En el tiempo constructivo fue donde comenzó la apropiación de la obra por los pobladores: se advirtió, desde su misma génesis un interés que trascendía la sorpresa o la curiosidad sobre qué forma tendría su resolución. Una incógnita que, despejada, acarreó aprobación en la mayoría y desestimaciones en otros que no reconocieron la combinación de la base - la flor- , el eje y los brazos que se elevan; el agua, los irrigadores laterales –álamos- que la circundan. Los colores rojo y verde proyectados desde la fuente hacia la brillante estructura de acero inoxidable. O los efectos que sobre su figura provoca el sol en los atardeceres valletanos. La subjetividad es inherente al sujeto pensante y por suerte aún se puede manifestar. En este caso, el objeto de análisis admite las diferencias de gustos estéticos y la representación que pretende encarnar es, desde la creación artística, un símbolo que afirma y ratifica la vinculación -no excluyente- de una fruta milenaria con una sociedad que, mayoritariamente, gira en torno a su cuidadoso cultivo. Erigido en la intersección de la avenida Roca y el paseo del Canalito sugiere la vuelta de la ciudad al centro del esfuerzo productivo del Alto Valle. Resignifica el valor del trabajo de los obreros de la fruta y de los galpones, pequeños chacareros y grandes productores. De todas las personas que integran la enorme red que es la fruticultura. En este caso la simbología trasciende ciertas reglas de clasificación económica. Unifica y reconoce. Agrupa y provoca el acercamiento al fortalecer las débiles señales identitarias que la frivolidad tiende a eclipsar. ¿Es reduccionista admitir una sola expresión como arquetipo de lo que ocurre y demuestra la urdimbre del cuerpo social de Roca? Sería poco virtuoso no aceptar esa legítima inquietud. Pero, como un hecho claro de comunicación y cultura, la obra del arquitecto reginense Martín Frullani, expone con visibles soportes de calidad, la vieja y persistente interacción del hombre con la tierra. De hombres y mujeres con su cultura. Los roquenses, por acción o no, están emparentados con este fruto, mítico, delicado, selecto, suave, de aroma inconfundible. Está incorporado a la intimidad de sus cosas más preciadas. El monumento, con su bello diseño, así lo define y sintetiza. JUAN CARLOS BERGONZI Profesor de Comunicación Social Facultad de Derecho y Ciencias Sociales UNC
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