Los nueve asesinatos ocurridos hasta el 31 de agosto pasado exhiben el rostro más violento de una ciudad en la que el delito sigue siendo un problema sin solución. Si se le suman los habituales asaltos a mano armada y los robos cometidos por aquellos que aprovechan un descuido, una vivienda vacía o un comercio sin alarma, se observa claramente que ninguno de los planes que dicen haber instrumentado la Policía y el gobierno provincial contribuyeron a mermar las estadísticas delictivas.
Este fenómeno es la contracara de los rebosantes índices de crecimiento que gustan difundir los gobernantes. Es cierto que la capital es un foco de atracción para quienes buscan mejor suerte que en sus lugares de origen, pero eso incluye tanto a los que vienen por trabajo como a quienes viven del delito.
Pero además de la violencia ejercida para apoderarse de lo ajeno hay otra, latente, preocupante, que surge de manera inesperada: de los nueve homicidios, sólo tres ocurrieron durante un robo. El resto fueron peleas que podrían haberse resuelto de otra forma si no hubiera tanta gente dispuesta a saldar diferencias de manera violenta.
Dos de los homicidios tuvieron enorme repercusión aunque por motivos bien distintos. Uno fue el caso del taxista Néstor Navarrete, ejecutado de un balazo una noche de febrero.
La policía se apresuró a dar por esclarecido el hecho, más que nada para descomprimir la protesta de los choferes que sitiaron a la ciudad sin permitir que ningún vehículo entrara o saliera. Sin embargo hasta hoy no se sabe con certeza quiénes fueron los responsables.
El otro homicidio que conmocionó fue el del sargento ayudante Gabriel Jara, muerto en un tiroteo con evadidos, el 7 de agosto pasado. La urgencia por encontrar a los autores (dos sospechosos fueron detenidos casi de inmediato, sobre el tercero hay dudas respecto de su identidad) postergó otro debate: ¿hubo fallas en el procedimiento policial?
El asesinato de Jara también ahogó las repercusiones por un hecho ocurrido apenas semanas antes: la muerte de un ladrón a manos de un policía que tiró antes de preguntar. La víctima les estaba apuntando a los padres del oficial, pero con un arma descargada según se comprobó después.
Menos sangrientos, pero igual de impactantes, fueron los robos con armas que no se privaron de salpicar las páginas de los diarios cada semana con obstinada regularidad. Una ola que nadie detiene, y que los funcionarios oficiales atribuyen a la atracción que genera esta capital mencionada al principio. Incluso admiten que hay por lo menos un centenar de evadidos de cárceles del país que se esconden en estas calles.
El gobernador Jorge Sobisch dijo que afrontaba el problema, pero fue sólo desde el discurso. La efectividad de los 50 millones de dólares que dice haber invertido en el Plan Integral de Seguridad no se ha visto todavía. Quizá el emblema sean los dos helicópteros que compró sin licitación para la policía: los aparatos no pueden volar de noche y necesitan autorización especial para hacerlo de día sobre territorio poblado.
El contraste con lo que cuentan los policías de calle es brutal: se conformarían con tener ropa de abrigo en invierno y posibilidades de practicar tiro al blanco sin tener que pagar las balas de sus bolsillos.