Don Alvarado, antiguo poblador, tenía un ahumadero en el fondo de su casa. Nada del otro mundo, una construcción de un metro por un metro, algo artesanal. Una de las tantas maneras de sumar unos pesos más al ingreso familiar en invierno, cuando el trabajo escaseaba.
Todo iba bien hasta que un día llegó a la Villa, entonces somnolienta aldea, un guardaparque de los de la nueva camada. Con escuela, impecable y de relucientes botas. Un lujo de guardaparque.
Enterado del asunto se presentó en el domicilio de Don Alvarado. Corría julio, época de estricta veda de pesca. Todos lo saben.
-¡Buenas tardes!
-Buenas tardes, señor?
-¡Tengo información de que aquí funciona un ahumadero clandestino!
-¿?... ah, éste, sí, sí, señor? pase.
-¡Ábralo!
Dentro colgaban seis o siete soberbias truchas.
-¿Y cómo explica esto?
-Bueno? la primera es del jefe de Gendarmería, las dos que siguen del juez de Paz, esa gorda del comisario, otra del jefe de correo y?.
-Bien, cierre nomás? hasta luego.
Claro, inútil su celo, aún no conocía los códigos ni la realidad local.