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  Martes 25 de Mayo de 2010  
 
 
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  Los desafíos del Bicentenario
Los festejos de hoy son un reflejo pálido del entusiasmo de 1910. Las frustraciones del siglo XX desvanecieron el optimismo. Es de esperar que el futuro reúna más voluntad para el bien común.
 
 
 
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Lo mismo que en otros países de América Latina se está celebrando el Bicentenario de la Independencia con una multitud de actos públicos, programas televisivos, ceremonias religiosas, festejos folclóricos y discursos jactanciosos, pero todo cuanto se haga quedará opacado por la forma en que pudieron celebrarse las efemérides de la Revolución de Mayo cien años antes.

En 1910, la Argentina sí tuvo motivos de sobra para vanagloriarse. No era sólo el país más rico, más culto y más tranquilo de toda América Latina sino que también pareció tener asegurado un futuro aún más espléndido en que ocuparía una posición privilegiada entre las grandes potencias mundiales. Si bien hubo muchas lacras, la "cuestión social" no pareció ser tan preocupante como en Estados Unidos, Europa o, desde luego, el Japón, de suerte que pareció razonable suponer que la Argentina seguiría progresando hacia el "destino glorioso" que, de acuerdo común, Dios le había reservado.

La ilusión duró poco. Aunque después de los festejos del Centenario la Argentina disfrutaría de algunos años más de prosperidad, su segundo siglo de existencia vio desvanecerse por completo el optimismo exuberante que en 1910 compartieron su propia clase dirigente y los muchos dignatarios extranjeros que habían venido para rendir homenaje a la gran república que había surgido en el sur y que, creían, pronto sería un rival de cuidado del "coloso del norte", Estados Unidos.

Para desconcierto de sus habitantes, el país que en aquel entonces pareció simbolizar el éxito no tardó en ser considerado un ejemplo apenas comprensible de fracaso colectivo. Se llegó a calificarlo del "misterio político más grande del siglo XX", ya que, a pesar de los esfuerzos de nacionalistas por culpar a otros por los retrocesos repetidos, hasta hace apenas medio siglo la Argentina pareció reunir todas las condiciones necesarias para triunfar. No tuvo por qué preocuparse por enemigos externos, abundaban los recursos naturales, contaba con una clase media amplia y el sistema educativo motivó la envidia no sólo de los países vecinos sino también de muchos europeos. Lo único que le faltó era la capacidad administrativa o, si se quiere, política, para sacar provecho de sus muchas ventajas comparativas.

Puede entenderse, pues, que el Bicentenario no haya motivado mucho entusiasmo, que sea un reflejo pálido del Centenario. A lo sumo ha brindado a por lo menos algunos una oportunidad para reflexionar sobre las razones por las que la Argentina dejó de ser la nación rica por antonomasia que fue -riche comme un argentin, decían los franceses- para entonces empobrecerse década tras década, viéndose superada por más de medio centenar de naciones en diversas partes del mundo, un desastre que tendría consecuencias trágicas para millones de familias que, de haberse desarrollado "normalmente" el país, gozarían hoy en día de un nivel de vida equiparable con el norteamericano o europeo occidental pero que apenas subsisten al borde de la miseria.

En la actualidad, el poder adquisitivo per cápita es menos de la mitad del griego o taiwanés, e inferior a los atribuidos a Botswana y Barbados. También se ha deteriorado -en comparación con otros países, se entiende- la calidad de vida, el nivel educativo y, lo que acaso sea lo más importante, se ha perdido la confianza en el futuro que es necesario para que sea mejor que el pasado.

¿Qué pasó? ¿Por qué la Argentina, a diferencia de tantos otros países, no logró asegurar que la mayoría de sus habitantes participara de los beneficios posibilitados por el asombroso progreso científico y económico de los cien años últimos, luego de haberlo hecho con tanta soltura en las décadas que precedieron al Centenario?

La respuesta no será sencilla -historiadores, sociólogos e ideólogos seguirán debatiendo sobre el asunto por mucho tiempo más-, pero puede que la causa se encuentre en el triunfalismo pomposo de hace un siglo cuando, como suele suceder, los exitosos de turno atribuían su buena fortuna a sus propios méritos, no a una coyuntura que les había sido excepcionalmente favorable pero que podría ser pasajera, como en efecto fue.

Las instituciones políticas, calcadas de las estadounidenses, resultaron ser precarias, apenas cáscaras huecas hechas a imitación de otras; para que funcionaran bien, el país hubiera tenido que contar con partidos políticos auténticos, pero sólo ha sabido crear "movimientos" como el radicalismo primero y, más tarde, el peronismo, que repudiarían con indignación la idea de representar una parte de la ciudadanía, es decir, de ser un partido.

Como resultado de la mentalidad de quienes se negaban a tomar la política lo bastante en serio como para comprometerse con partidos institucionalizados, el escenario nacional se vería dominado por demagogos de retórica principista y conducta irresponsable. La corrupción, y con ella la hipocresía, el contraste entre la retórica altisonante y la triste realidad, se haría endémica, debilitando el vínculo entre gobernantes y gobernados.

También se generalizó el clientelismo, lo que tendría efectos muy deletéreos para la administración pública al difundirse la costumbre de usarla para premiar a militantes y para repartir empleos apenas simbólicos entre los incapaces de encontrar trabajo en el sector privado. La Argentina nunca ha tenido una administración pública equiparable con las de países como Japón, Francia o el Reino Unido, pero pese a tal deficiencia muchos suponen que le corresponde al Estado desempeñar un papel protagónico en casi todos los ámbitos.

Se instaló la idea de que todos los males del país se debieron a las actividades de conspiradores foráneos y los "vendepatrias" nativos, los "cipayos" de las fogosas diatribas nacionalistas. Asimismo, la noción de que la Argentina estuviera "condenada al éxito" merced a sus recursos naturales abundantes, significaría que demasiados políticos se concentrarían en la distribución de lo ya existente, no en la necesidad de ser más productivos. Puesto que con el correr de los años la inteligencia aplicada importaría cada vez más que la disponibilidad de recursos materiales, debido a tal actitud era de prever que la Argentina se viera rezagada en la gran competencia internacional.

 

Aprender del pasado

El tiempo se encargaría de poner en ridículo los vaticinios optimistas que se formularon cien años atrás. ¿Es posible que en el año 2110 nuestros descendientes se sientan igualmente perplejos cuando piensen en el desánimo que se ha apoderado de tantos en ocasión del Bicentenario? En vista de la magnitud de los cambios geopolíticos que el mundo ha experimentado a partir de 1910 y la probabilidad de que los cien años próximos resulten ser aún más agitados, sería vano intentar contestar dicha pregunta, aunque es legítimo esperar que no sólo quienes conforman la elite nacional sino también millones de otros hayan aprendido lo suficiente de las frustraciones que caracterizaron al siglo XX como para enfrentar el futuro con más sobriedad, más realismo y una mayor voluntad de contribuir al bien común.

De ser así, la Argentina podría emular a otras naciones, como Irlanda, Finlandia y Corea del Sur, que, en un lapso relativamente breve, lograron superar los obstáculos que las habían mantenido rezagadas para tomar un lugar entre las más avanzadas del mundo.

 

JAMES NEILSON

   
   
 
 
 
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