25 de Mayo no es un pueblo. Es algo así como "la tierra prometida". Un lugar adonde viven solamente los que tienen espíritu de lucha.
La idiosincrasia de arraigo y compromiso, es como un lunar del alma que se va transmitiendo de generación en generación. Es la "marca de agua" que el cosmos designó para instalar un pueblo que pudiera domar el desierto y convertirlo en la cuna de las esperanzas.
La propia naturaleza puso a prueba ese temple. Ya en 1914, una crecida extraordinaria arrasó con vidas, viviendas, cultivos. Y sin embargo las raíces pudieron más.
Más acá en el tiempo, fue el espíritu de lucha el que dijo presente e hizo valer los derechos de los veinticinqueños en la pueblada de abril del 2004.
Por ello, es posible creer que 25 de Mayo tiene un futuro a punto de estrenar, y es la gente la que va develando el misterio a fuerza de esa lucha y compromiso, aún con los desencuentros y vehemente defensa de ideas y posiciones que ha sido parte de las crónicas diarias de estos últimos meses.
Como el pueblo de Israel que salió de Egipto en busca de la tierra prometida, los veinticinqueños saben que hay un destino que tiene que cumplirse. Un destino, esa suerte de semilla que se toma su tiempo para germinar, pero que inevitablemente saldrá en su momento en busca del sol para cumplir su destino. Los primeros habitantes sabían que los sueños son algo así como sueños en polvo, y sin dudar soñaron un pueblo. Y el milagro se hizo.
Pero antes, transitaron el desierto de la historia, donde las necesidades no escasearon y la falta de trabajo, y la falta de servicios, y las vicisitudes de la cosechas eran pruebas tan duras como la sed de los judíos en el desierto o el desafío de cruzar el Jordán a tomar la promesa divina.
Lo que ayer era un sueño, hoy empieza a ser realidad. Las regalías hidrocarburíferas son la lluvia temprana que trae alivio y bienestar y empieza a verse un horizonte de progreso. Es que -como reza un viejo dicho- después de cada tormenta sale el sol. Y tal vez el arraigo y el sentido de pertenencia estén abonados con cada uno de los mayores que se fueron, con cada lágrima enjugada después de cada cosecha que no fue, y hasta con la esperanza que se llevaron a la tumba los que esperaban encontrar al amigo o al pariente que se llevó "la crezca grande".
Los veinticinqueños no han dejado de festejar el cumpleaños de su pueblo. Porque lo aman y porque no es fe la que desfallece antes de tiempo.
El progreso está girando en la rotonda y viene para quedarse. No es un regalo, es nada más que la cosecha de lo que sembraron en años de tejer su destino.