Parecería que todos están convencidos de que pronto llegarán a su fin los siglos de supremacía occidental, que el futuro pertenece a China. Es lo que nos aseguran centenares de gurúes, analistas económicos y especialistas en relaciones internacionales. Algunos se regodean del cambio que dicen está en marcha; les encanta creer que la civilización en la que se formaron está por recibir su merecido. Otros se afirman preocupados porque China es una dictadura represiva cuyos gobernantes no sienten ningún respeto por los derechos de nadie, pero con escasas excepciones ellos también dan por descontado que en las próximas décadas el "reino del medio" será el país más poderoso.
Los más entusiasmados por las perspectivas así abiertas no son los chinos mismos. Son norteamericanos y europeos que se sienten tan enemistados con su propia sociedad que quieren verla humillada. Como aquellos intelectuales que en otros tiempos se comprometieron emotivamente con la Unión Soviética o la Alemania nazi, apuestan a que el éxito de "la alternativa" china sirva para permitirles triunfar sobre quienes se niegan a entender que los países en que viven están irremediablemente podridos.
Pero no sólo se trata de nacionalistas chinos postizos. Muchos, entre ellos funcionarios influyentes de los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea, que es de suponer son reacios a celebrar las proezas económicas de los asiáticos como si fueran propias, coinciden en que China será la superpotencia de mañana y que por lo tanto tendremos que acostumbrarnos a un orden mundial sinocéntrico. No es que quieran que dominen el mundo individuos que no vacilan en encarcelar e incluso ejecutar a disidentes, además de censurar los medios para que no se difundan ideas peligrosas, sino que se creen incapaces de impedirlo.
El pesimismo que ya se había apoderado de las elites occidentales se intensificó merced a la crisis financiera que estalló en el 2008 provocando recesiones dolorosas en todos los países ricos pero dejando a salvo a China, que siguió creciendo con el vigor al que nos tiene habituados. Mientras los líderes occidentales daban manotazos de ahogado con la esperanza de que de un modo u otro lograrían salir del agua, los chinos parecían saber exactamente lo que sería necesario hacer para seguir adelante. Frustrados por lo que sucedía, algunos se preguntaron si en circunstancias determinadas el severo autoritarismo chino no sería mejor que la confusa democracia occidental. Al fin y al cabo, los adustos tecnócratas de Pekín no tienen que inquietarse demasiado por las encuestas de opinión y no corren ningún riesgo de perder elecciones.
A juicio de muchos, el clima de resignación que impera en las capitales occidentales es una manifestación de realismo, de la capacidad de enfrentar la verdad sin dejarse engañar por esperanzas falsas. ¿Lo es? De ninguna manera. Aunque es razonable suponer que tarde o temprano los más de 1.300 millones de chinos lograrán producir más que los 300 millones de estadounidenses, no lo es prever que vayan a superar al Occidente en su conjunto que, si incluimos a América Latina, cuenta con una población mayor. El ingreso per cápita de América del Norte y la Unión Europea es al menos diez veces superior al chino si se toma en cuenta el poder de compra, mientras que sus ventajas científicas y tecnológicas son abrumadoras. En principio, pues, no existen motivos concretos para suponer que dentro de algunas décadas China sea económica, militar y culturalmente hegemónica, concluyendo así medio milenio de supremacía europea.
Por supuesto que las previsiones de quienes se dicen convencidos de que el ocaso definitivo del Occidente es sólo una cuestión de tiempo, que los occidentales ya hemos disfrutado de nuestro breve momento de esplendor y pronto tendremos que aceptar ser desplazados por otros, se basan en algo más que las estadísticas económicas de los últimos dos o tres años. En el caso de algunos, los vaticinios lúgubres que profieren se inspiran en la hostilidad que sienten hacia la civilización en que les ha tocado vivir: la "autocrítica" es una especialidad occidental que ha contribuido mucho al progreso pero que, en cantidades excesivas, puede resultar suicida. En el caso de la mayoría, el pesimismo se debe a la conciencia de que enfrentar con éxito el desafío planteado por China requeriría un esfuerzo que, a diferencia de sus antecesores, los occidentales actuales, productos de una cultura comercial facilista y autocompasiva, no están en condiciones de emprender. Cuando comparan el fervor competitivo despiadado que creen típico de los estudiantes chinos con el hedonismo holgazán que atribuyen a sus contemporáneos norteamericanos, europeos y latinoamericanos, les parece indiscutible que los primeros terminarán heredando la Tierra. Aunque es posible que los pesimistas resulten tener razón, no es muy probable. Para dejar atrás los países occidentales China tendría que superar problemas demográficos que son por lo menos tan graves como los enfrentados por España e Italia, países en que el envejecimiento de la población no podrá sino tener consecuencias económicas deprimentes. Por lo demás, el modelo exportador que tantos beneficios le ha supuesto a China depende de la fabricación en escala masiva de productos a un costo reducido; cuánto más aumente el nivel de vida de los obreros chinos, más difícil les será seguir siendo más competitivos que sus rivales. El gobierno chino sabe que será forzoso estimular el consumo interno, pero no podrá hacerlo mientras para exportar dependa de una reserva casi inagotable de mano de obra barata. También entiende que el resto del mundo es cada vez más reacio a permitirle mantener subvaluado el yuan y que, a menos que deje que el mercado decida su cotización, otros países, encabezados por Estados Unidos, se verán obligados a tomar represalias.
El resurgimiento de China luego de siglos de nostalgia imperial, caos político y delirios ideológicos es un acontecimiento de gran importancia histórica, de eso no cabe duda alguna, pero la convicción de tantos en Occidente de que está a punto de erigirse en una superpotencia hegemónica -algunos despistados parecen creer que ya lo ha hecho- nos dice mucho más sobre el estado de ánimo de las elites de las democracias opulentas que sobre los méritos de quienes han nominado como sus reemplazantes. De cumplirse sus previsiones, no será porque los chinos resultaron ser insuperables sino porque los norteamericanos y europeos, cansados de protagonizar la aventura humana y agobiados por dudas que podrían calificarse de metafísicas, optaron por jubilarse y dejar que otros se encargaran del mundo.