Próximos a cumplir doscientos años de habernos librado del yugo de la monarquía española, aún no hemos asumido esa victoria de la libertad. El 25 de mayo de 1810 decidimos que nos daríamos el gobierno que quisiéramos, que nadie impondría su voluntad por encima de la de todos y que ninguno haría prevalecer su interés por encima del bien común. Unos años después de mucha sangre de argentinos nos comprometimos a regirnos de manera democrática, republicana y federal; acordamos las reglas de convivencia y de gobierno, y nos constituimos en la Nación Argentina, para lo cual firmamos ese gran pacto social que es nuestra Constitución.
A partir de ahí, con muchos problemas sin resolver pero con un proyecto que realizar, llegamos a ser una gran nación en el concierto del resto del mundo: un pueblo pujante, saludable, educado, seguro. En mayor o menor grado en diferentes períodos, nuestra Constitución Nacional era respetada y el bien común, aunque no de igual manera para todos, prevalecía por encima de los intereses particulares.
Hoy ese pacto está roto. Nuestra res-pública (cosa del pueblo), nuestra democracia, ha sido degradada por ciudadanos inescrupulosos que, habiendo sido elegidos y designados por nosotros para administrar los bienes públicos en beneficio del bienestar general, han abusado de los privilegios, los honores y el poder que el mandato popular les ha conferido y han atendido y atienden sólo a su interés particular y sectorial y, por supuesto, en su propio beneficio. Y roto el pacto, poco a poco cada uno viene siendo liberado del compromiso para con los demás y viéndose obligado a volver al Estado primitivo, salvaje, en el que se arregla como se puede y prevalece la ley del más fuerte.
Ésta es la razón última de la proliferación de la delincuencia callejera, del abandono social reflejado en el incremento de la indigencia, del deterioro pronunciado e imparable de la salud y la educación públicas, del todo vale y nada vale moral.
En el juego de la democracia, algunos empezaron a hacer trampas y en lugar de castigarlos o expulsarlos, los imitamos y terminamos aceptando que la regla es la trampa. Y nos unimos a algunos para forzar a otros, nos empujamos y nos engañamos, y hoy hasta nos matamos.
Lastimoso espectáculo estamos dando los argentinos. Perdimos los laureles que supimos conseguir pero no supimos cuidar. Tendremos que hacer nuevamente el esfuerzo si queremos volver al juego de la civilización, de la vida en comunidad en la que establecemos las reglas y las respetamos. Y, sobre todo, constituirnos en guardianes atentos, celosos e inflexibles para que nadie deje de respetarlas; convocarnos y erigirnos nuevamente en el soberano todos los días, no solamente cuando votamos, e imponerles a los funcionarios el cumplimiento de nuestro mandato so pena de inmediata expulsión y castigo.
A este nivel de degradación, de nada sirven medidas aisladas, parciales o sectoriales para resolver los problemas que día a día se profundizan; son sólo parches en una tela corroída. Necesitamos apelar a lo profundo de nuestra civilidad. Es imprescindible restablecer el pacto social ciudadano haciéndonos cargo de exigir el respeto de la Constitución y de las leyes por todos y cada uno de los habitantes del país y, especialmente, por los funcionarios a quienes pagamos para administrar honestamente los bienes públicos y mantener la paz, en el marco de la voluntad general y con el propósito del bien común.
David W. López
DNI 11.481.303
Neuquén