El significado de las palabras siempre es mejor comprendido considerando el momento, el lugar y las formas en que se expresan. Por ejemplo, la historia ha otorgado o quitado vigencia, o ha teñido de terribles connotaciones a algunas expresiones que fueron, a su vez, utilizadas sistemáticamente para significar mucho más o mucho menos de lo que en realidad se decía.
Pero son las palabras las que dan forma y hacen comprensible el mundo en el que vivimos.
Conviene entonces analizar las expresiones significativas en un contexto que permita, más allá de la anecdótica actuación de quien las enuncia, comprender con mayor amplitud su verdadera significación y trascendencia.
Cuando, entusiasmada por el grito de algún adulón que la calificó de "genia", la presidenta de la Nación manifestó en un discurso improvisado su fantasía de "desaparecer a algunos", en referencia a la habilidad atribuida a los genios mágicos de los cuentos orientales, seguramente no se refería a la voluntad política de establecer un programa sistemático de exterminio, al cual asociamos el término desaparición en el marco de la historia política argentina reciente. Sin embargo, dada la enorme responsabilidad institucional de la señora de Kirchner, su importancia tampoco debe ser minimizada.
Lo verdaderamente grave en esto, que parece ser una anécdota más en la larga serie de expresiones bizarras o desafortunadas de las que hace gala la dirigencia política nacional -con un desenfado que demasiadas veces parece ser nada más que la expresión de una impune mediocridad intelectual-, es que expresa en realidad un deseo inherente a todo proyecto político autoritario: lograr la inexistencia de oposición.
A lo largo del último siglo de nuestra historia política abundan los ejemplos de poderosos y gobernantes que, a sangre y fuego y mucho antes del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, intentaron barrer a los díscolos, críticos, enemigos y opositores. Y aunque las diferencias entre unos y otros de los que soñaron con regar con sangre su eternización en el poder y la fundación de una Argentina a su gusto son muy grandes, el sueño del control absoluto sobre el pensamiento y la cultura fue siempre similar.
La receta se repite una y otra vez, a izquierda y derecha: se simplifica y dicotomiza la interpretación de la historia, se establece la separación entre los buenos y los malos, y se justifica por la excepcionalidad de la situación y la existencia de un mandato "superior" la violación de las normas legales, éticas y aun las concepciones ideológicas que se dice defender, paradójicamente, para salvaguardarlas.
En resumen, se justifica por este camino la violación de la ley para restablecer una legalidad "mejor".
El fin, dice siempre el poder, justifica los medios. Todos.
Algunos poderosos, a lo largo de la historia, se han sentido dueños de la verdad. Otros, probablemente se han sentido más bien dueños de la impunidad. Pero todos, tarde o temprano, han pasado.
Lo persistente ha sido el deterioro de las instituciones destinadas a controlar el ejercicio del poder y asegurar la continuidad de políticas de fondo a lo largo de los años. Sin esa continuidad cada gobernante se siente un refundador en medio de la excepcionalidad, y tiende a actuar como si los límites de lo que le es permitido radicaran en su voluntad, más que en las aburridas reglas de la ley, y la imprescindible convivencia con quienes piensan distinto.
No es raro, entonces, que un gobernante sueñe con el abracadabra que una mañana le permita gobernar sin críticos ni quejosos. Sin embargo, las instituciones de una república democrática debieran funcionar como el antídoto de ese sueño, y recordarle cada día la finitud y los límites de su ambición.
Si no se reconstruyen esos límites, responsabilidad primaria de la dirigencia social, intelectual y política del país, seguiremos asistiendo a periódicas refundaciones de una república que se desmorona irremediablemente.
Y no será por arte de magia.
JAVIER O. VILOSIO
(*) Médico. Máster en Economía y Ciencias Políticas