Desde hace aproximadamente 30 ó 40 años, pero muy especialmente desde la caída del muro de Berlín (el gran triunfo del capitalismo global), el poder dominante, brutal, hegemónico, sin más ideología que el dinero, avanza con nuevos mecanismos para el control social.
Trascendiendo a todos los países, a todos los Estados y a todos los gobiernos, utiliza métodos más etéreos que una bayoneta pero no por ello menos peligrosos. Se apodera del inconsciente de las personas y genera desde allí nuevos paradigmas deseantes, más funcionales a una concepción econométrica de estímulo y respuesta que a las necesidades de desarrollo de nuestras máximas potencialidades humanas.
Este proceso, sistemático y atroz, -donde la ética del trabajo fue desplazada por una estética del consumo- nos hace desear no aquello que necesitamos, ni siquiera lo que existe, sino lo que se ofrece y así todos corremos detrás de una zanahoria que cuesta más y más alcanzar.
Pero además, como cuesta cada vez más y tampoco hay recursos suficientes para todos, aparecen los excluidos que, siendo bombardeados por un mensaje obsceno que muestra la condición de tener para poder ser (Ricardo Fort constituye el estereotipo de la sociedad del espectáculo que describía Debord), son meros sobrevivientes del sistema y ¿cuál es la ética del que sobrevive?: la violencia. Luego proponemos más policía, penas más duras, etcétera. Un verdadero disparate existencial que nos invita a vivir en una comunidad cada vez más vigilada, donde lo privado termina siendo público (ya hay demasiadas plazas públicas, calles y esquinas con cámaras de televisión).
La trampa de semejante dominación es el argumento (instalado en muchos) de que somos dependientes de los recursos. Quienes así piensan no deben saber que Suiza por ejemplo, sin una sola planta de cacao en su territorio, maneja el mercado mundial del chocolate o que Italia, que no tiene trigo, lidera el negocio planetario de pastas y galletitas. Esa cosmovisión debe creer que la Argentina produjo cinco Premios Nobel porque era un país rico, cuando la realidad muestra que fue exactamente al revés: fuimos un país rico porque supimos desarrollar un individuo con pensamiento e inteligencia estratégica, aplicada a la generación de riqueza. Resulta paradojal, pero hay quienes parecerían estar convencidos de que el "milagro japonés" ocurrió realmente por milagro.
Las condiciones en que construimos nuestras vidas han variado de manera insospechada en estos años, produciendo un brutal reemplazo de parámetros dentro de los cuales resulta tan vital como difícil pensar y crear.
De aquel poder absoluto (que planteaba Foucault) sobre la vida, que dejaba vivir lo sometido y hacía morir lo amenazante, hemos pasado a un régimen que la administra con sutiles instrumentos al servicio de un capitalismo voraz que nos lleva a la destrucción. Pero ¿cómo y con qué enfrentarlo? Pues con las mismas armas con que nos domina: el lenguaje.
Lenguaje y pensamiento constituyen un binomio indisoluble para el desarrollo esencial de los individuos y la ausencia de uno repercute indefectiblemente en el otro.
No es casual que hoy una persona de educación media no maneje más de 500 palabras (en promedio), cuando hasta hace 10 ó 15 años su vocabulario triplicaba a esa cifra. Ni que decir del ilustre Cervantes (en su Don Quijote), que escribiendo "a pluma" esa monumental obra de más 350.000 palabras ¡esgrimió casi 25.000 vocablos diferentes!
Quizás por aquello que decía Stalin de que el arma esencial para el control político será el diccionario, hemos sido reducidos en el lenguaje, por lo tanto en nuestra capacidad para pensar, para amar o para crear.
Leer (primero en cantidad y después en calidad) debería ser la consigna de este tiempo. Estamos frente a un enemigo muy poderoso, que ha hecho de nosotros una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende (gracias Sartori por describir al homo videns), sepultando a un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones (gracias Linneo por identificar al homo sapiens).
Democracia y libertad no son sinónimos, pero se complementan. Si queremos construir una sociedad plena de verdaderos hombres libres, actuemos en consecuencia. Depende más de nuestra decisión como padres que de la de cualquier burócrata iluminado.
JOSÉ MARÍA BLANCO
(*) Economista y sociólogo