Para un político autoritario reacio a perder el tiempo pactando con quienes no comparten todas sus opiniones, no hay mejor amigo que un buen enemigo. Conforme a su modo de pensar, los amigos auténticos son como juguetes frágiles a los que hay que tratar con tanto cuidado que en verdad sólo sirven para ser sacrificados cuando resulta necesario echar lastre para mantenerse a flote, mientras que los enemigos, siempre y cuando sean antipáticos, son muy pero muy valiosos. Un líder popular puede insultarlos e incluso golpearlos con la seguridad de que si aúllan de dolor la gente le agradecerá por defenderla contra sujetos que, de tener la oportunidad, no vacilarían en arruinarle la vida. Eso sí, hay que saber elegirlos. Cuando los Kirchner decidieron hacer de los chacareros y Julio Cobos sus enemigos principales, cometieron el peor error de toda su vida.

Hasta entonces, habían obrado con gran habilidad. No bien se mudaron de los confines de la Patagonia a Buenos Aires, los dos se pusieron a rodearse de enemigos, entre ellos militares, empresarios extranjeros, bonistas, técnicos fondomonetaristas y economistas neoliberales. Por algunos años, la estrategia así supuesta funcionó como sin duda habían previsto. Al grueso de la ciudadanía le encantó saber que todos los males del país se debieron al accionar de una cohorte de personajes siniestros y que por fin contaba con un gobierno con las agallas precisas para enfrentarlos.

Pero al agregarse más nombres a la lista negra, el "relato" kirchnerista dejó de convencer. No es que la mayoría decidiera que los militares, neoliberales y compañía fueran inocuos, sino que por distintos motivos muchos llegaron a la conclusión de que Cristina Fernández de Kirchner y Néstor Kirchner mismos merecieron figurar en la nómina de los malos. A juicio de algunos, eran demasiado izquierdistas, demasiados proclives a vincularse con demagogos peligrosos como el caudillo venezolano Hugo Chávez; en opinión de otros, eran derechistas disfrazados de progresistas que en lugar de luchar contra la pobreza estaban más interesados en consolidarla con el propósito de ampliar su propia clientela. Por lo demás, pronto resultó evidente que su gobierno era extraordinariamente corrupto.

Los Kirchner trataron de desacreditar a sus críticos repartiendo entre ellos papeles como conspiradores en el relato que tantos beneficios les había supuesto. Que el matrimonio sienta aprecio por las teorías conspirativas dista de ser una novedad. Su "proyecto" o "modelo" se basa sobre algunas "nacionales y populares" que cuatro décadas atrás estaban de moda en los círculos intelectuales del país, sobre todo en los estudiantiles. Pero mientras que en la Argentina traumatizada por el derrumbe económico del 2001 y 2002 les resultaba fácil persuadir a muchos de que en el fondo habían acertado los polemistas de los años setenta del siglo pasado que hablaron de conjuras antiargentinas urdidas por los yanquis y "cipayos" locales, antepasados éstos de "los buitres autóctonos" que tanto horrorizan a Cristina, en la actualidad escasean los dispuestos a tomarlos en serio. Parecería que el país ha evolucionado, pero que los Kirchner no han logrado adaptarse al cambio.

Quisieran hacerlo, pero no saben cómo. En un esfuerzo por recuperar terreno, tanto Néstor como Cristina han procurado ampliar el alcance de su relato para que incluya, además de los malos de la primera etapa, a Clarín, cuando no los medios en su conjunto, los chacareros, el vicepresidente Cobos, los jueces que no les obedecen, los peronistas disidentes, el departamento de Estado norteamericano. El resultado es una versión caricaturesca, por exagerada, del relato del que se sirvió el ex presidente Kirchner para "construir poder" en el 2003. Lo que en aquel entonces pudo considerarse un invento propagandístico astuto ya parece absurdo.

Dijo Napoleón una vez que de lo sublime al ridículo no hay más que un paso. Aunque los Kirchner nunca se acercaron a lo sublime, por lo menos consiguieron dominar el país durante varios años. Ahora, están tambaleando al borde de lo ridículo. Los esfuerzos de Néstor por satanizar a sus muchos adversarios y la retórica flamígera de Cristina ya no asustan a nadie. Antes bien, provocan risas. Por lo demás, el que un funcionario como Martín Redrado que no está respaldado por ninguna agrupación política significante haya podido desafiarlos durante semanas, amenaza con privar a la pareja de uno de sus dones más provechosos, el de poder intimidar a sus subordinados hasta tal punto que muchos ni siquiera se animan a abrir la boca sin contar con el permiso previo de sus amos.

Para gobernar, un mandatario necesita ser respetado. Incluso las democracias más estables pueden caer en crisis si se difunde la idea de que el presidente o primer ministro es una persona tan débil que cualquiera puede desafiarlo con impunidad. Como Fernando de la Rúa descubrió, en la Argentina ser motivo de burla por su supuesta debilidad equivale a una sentencia de muerte política. Los Kirchner aún no han llegado a tal extremo pero, a menos que logren disciplinarse, lo que les supondría limitarse a pronunciar banalidades conciliatorias en lugar de las palabras rencorosas que sueltan a diario, podrían verse convertidos en hazmerreíres, como en efecto ya son para muchos medios extranjeros, en especial los españoles.

El mes que se acerca a su fin ha sido desastroso para los patagónicos. Su manejo increíblemente desmañado del conflicto con Redrado ha socavado lo que aún les quedaba de su prestigio. También los ha perjudicado la sensación de que nunca reconocerán que, por ser la Argentina una democracia, les es forzoso respetar los resultados de las elecciones legislativas de mediados del año pasado, que por el contrario procurarán gobernar hasta fines del 2011 como si la única alternativa a contar con una mayoría holgada en el Congreso consistiera en fabricar docenas de decretos de necesidad y urgencia confeccionados por aficionados.

Si los Kirchner no logran recuperarse muy pronto, sus adversarios, sus filas engrosadas por desertores de un ejército que se sabe derrotado de antemano, no tendrán más opción que tratar de acorralarlos, lo que nos aseguraría una serie de crisis institucionales tan graves como la desatada por la decisión oficial de tratar el Banco Central no como el ente autárquico que presuntamente es sino como si a su entender fuera una repartición del Ministerio de Economía.

JAMES NEILSON