Hace poco más de tres años, el presidente mexicano vistió una casaca militar y declaró una guerra frontal de gran escala contra el narcotráfico, enviando al Ejército a las calles, carreteras y pueblos de México. En aquel momento, Felipe Calderón recibió un amplio respaldo, interno y externo, por una decisión vista como valiente y necesaria. Se esperaban rápidamente resultados tangibles.
El gobierno de Bush prometió respaldo estadounidense -la llamada Iniciativa de Mérida, pactada en el 2007-, Obama reiteró su apoyo en el 2008 y las encuestas de opinión pública demostraban que Calderón, de un golpe, había dejado atrás las angustias de su estrecha y cuestionada victoria electoral, ganándose la confianza del pueblo mexicano. Hoy, las cosas se miran de manera diferente. Por fin ha surgido un debate nacional en México sobre la guerra contra el narco, que debió haberse realizado mucho antes: en la campaña electoral del 2006, durante la cual ninguno de los candidatos, y mucho menos Felipe Calderón, se la propuso a la sociedad mexicana.
Muchos -que votamos por Calderón y apoyamos con entusiasmo sus propuestas de reforma política, por ejemplo- hemos sostenido desde el principio de su sexenio que, al igual que la invasión de Irak, la guerra contra la droga en México fue optativa: no debió haber sido declarada, no se puede ganar y le está causando un daño enorme al país. Un creciente número de mexicanos comparte esta opinión.
Los resultados brillan por su ausencia; la violencia en el país aumenta. En los primeros ocho días del año tuvieron lugar 223 ejecuciones, el doble del mismo período del 2009 y tres veces más que en el 2008 ó 2007. Durante el año recién transcurrido, se registraron más de 6.500 ejecuciones, superando el total del año pasado, el doble del 2007. De las más de 220.000 personas arrestadas por vínculos con el narcotráfico desde que Calderón asumió su cargo, las tres cuartas partes han quedado en libertad y apenas el 5% de las 60.000 restantes ha sido juzgado y sentenciado. Al concentrarse los esfuerzos en impedir el tráfico vía México de cocaína colombiana a Estados Unidos, la superficie sembrada de amapola y marihuana en el país ha crecido, según el gobierno de Estados Unidos. La producción potencial de heroína pasó de 13 toneladas en el 2006 a 18 en el 2008, la de goma de opio de 110 toneladas a 149 y la de cannabis subió ligeramente, alcanzando 15.800 toneladas. Pero las restricciones al transbordo de cocaína no causaron mayor mella en los precios al menudeo en Estados Unidos, que se dispararon en el 2008 para luego estabilizarse en el 2009 en niveles inferiores a sus picos históricos de los noventa. Por otra parte, Human Rights Watch, Amnistía Internacional y la Revisión por Pares Universal del Consejo de Derechos Humanos de la ONU han documentado, con mayor o menor precisión y evidencia, un incremento de violaciones a los derechos humanos y una ausencia notable de responsables procesados por las mismas.
Desde comentaristas como el director editorial del diario Reforma, René Delgado, hasta el líder del izquierdista PRD en el Senado, Carlos Navarrete, y el gobernador priísta de Coahuila, en días recientes han aflorado más dudas que nunca sobre los orígenes de la guerra, sus perspectivas y sus costos. Sus justificaciones han resultado falsas (de acuerdo con las mismas cifras del gobierno, el consumo de estupefacientes en México no ha crecido en el último decenio y la violencia, medida por el número de homicidios por 100.000 habitantes, se había reducido desde 1992 hasta el 2007) o alarmistas (México se hallaba al borde de la colombianización).
Cobra cada día más fuerza la idea de que la única explicación satisfactoria, aunque no demostrada, de declaración de guerra consistió en el deseo de Calderón de legitimarse, en vista de las dudas en torno a su elección en el 2006, dudas que sus seguidores nunca compartimos. Lo logró: sus índices de popularidad subieron y se han mantenido a niveles comparables con los de sus predecesores.
Frente a este escepticismo, el gobierno de Felipe Calderón ha procurado mejorar su defensa. La más inteligente e ilustrada se halla en un artículo publicado en la revista Nexos por Joaquín Villalobos, el ex comandante guerrillero salvadoreño, quien fue contratado como asesor por el gobierno mexicano desde el 2005, primero por la Secretaría de Seguridad Pública y posteriormente por la Procuraduría, para la cual trabaja desde el 2006. Al tratar de refutar "Doce mitos sobre la guerra contra el narco", Villalobos, que siempre fue considerado como el más brillante de los militares revolucionarios de su país, aprovecha la distancia de una mirada externa y deja de lado algunas críticas al gobierno, acepta otras y se concentra en una tesis.
Comparte una postura de muchos críticos: la violencia en México es mucho menor que en buena parte del resto de América Latina, y México no es Colombia (mito 2); tampoco rebate la afirmación de que dicha violencia iba en descenso hasta el 2006. Acepta que la legalización de la marihuana es una alternativa parcial pero, como subrayan muchos, sólo de la mano de Estados Unidos (mito 10): "Sin la participación de Estados Unidos y Europa, una estrategia de este tipo (la legalización), aplicada en México o Colombia, por ejemplo, sería un suicidio para la seguridad de estos países". Insiste, como muchos, en las diferencias entre México y Colombia.
Pero concentra su esfuerzo en una cierta interpretación de las dudas dirigidas al gobierno, al que aconseja: "No se debió confrontar al crimen organizado" (mito 1). Y explica, de manera un poco contradictoria, cómo, en una guerra, si no se gana se pierde, cómo el Estado mexicano, sin correr el peligro de colombianizarse, sí podía haber sido capturado por el crimen organizado, que habría pasado de algunos Estados a la misma capital de la República: "No hacer nada podría haber llevado a México a una situación similar a la que enfrentó Colombia a finales de los ochenta... El nivel de violencia actual en México deja bien claro que el monstruo era real, fuerte y peligroso".
El problema para muchos mexicanos críticos de la embestida gubernamental yace en la relatividad de estos temores. A diferencia de muchos de sus colegas del FMLN, Villalobos no pasó largos ratos en México durante la guerra salvadoreña, ni vivió allí después de la firma de la paz en 1992. Lo cual tal vez le impida ubicar el dilema mexicano en su pleno contexto histórico, al afirmar que: "En el pasado los narcos eran un problema policial de segundo orden y para lidiar con ellos se requería una lógica operacional local y no una estrategia de Estado. Durante muchos años no fueron un tema central ni para México ni para nadie".
Cualquier mexicano que recuerde los episodios de la guerra del narco en Sinaloa, Chihuahua y Guadalajara en aquellos años; la grave crisis con Estados Unidos que implicó la ejecución del agente de la DEA Enrique Camarena; la captura de la Dirección Federal de Seguridad entera por el crimen organizado, al grado que fue disuelta por el presidente Miguel de la Madrid; la violencia de capos como Caro Quintero, Félix Gallardo, García Ábrego, Carrillo Fuentes, los Arellano Félix y otros; o el bochorno que le causó al presidente Ernesto Zedillo en 1998 que su zar antidrogas, un general del Ejército, resultara narco, podría discrepar de Villalobos. Por supuesto que se trataba entonces y ahora de un tema central para México. Lo era -con mayúsculas- en la política interna, en las relaciones internacionales del país y en la economía regional de zonas que entonces, como ahora, vivían del narco.
Quizás la necesidad de contar con un consejero y defensor externo creíble revela la complejidad del reto que enfrenta Felipe Calderón. Se ve obligado a recurrir a apoyos como el de Villalobos -al grado de solicitarle que presentara la estrategia gubernamental ante los embajadores y cónsules de México durante su reunión anual hace unos días- porque son los mejores y los únicos. Pero argumentos construidos a la distancia, por lúcidos que parezcan, difícilmente podrán convencer a una sociedad mexicana que cada día se cansa más de una guerra fallida y sin fin.
JORGE CASTANEDA
(*) Ex secretario de Relaciones Exteriores de México. Profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York