Merced en buena medida al estilo impetuoso del jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, el conflicto entre la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el es de suponer aún presidente del Banco Central, Martín Redrado, ha degenerado en una farsa. Como ya es su costumbre, Fernández, al parecer convencido de que su propia voluntad importa más que cualquier pormenor legal, ordenó a la policía impedirle a Redrado entrar en el edificio del BCRA, brindando así a su contrincante una oportunidad para denunciarlo penalmente ante la Justicia. Según los vinculados con Redrado, el jefe de Gabinete violó de manera flagrante la medida cautelar del fuero en lo contencioso administrativo, aunque los juristas están divididos en cuanto a los alcances de dicha medida. Sea como fuere, puesto que cuatro agrupaciones opositoras ya habían pedido que Fernández fuera sometido a juicio político por dar instrucciones a la policía para que desoyera órdenes de la Justicia que a su entender eran "inconstitucionales", el episodio que acaba de producirse no lo ayudará del todo. Tampoco habrá servido para prestigiar al BCRA, entidad cuya imagen tanto nacional como internacional podría verse equiparada con la del Indec, otro blanco de la prepotencia kirchnerista. A menos que el presunto sucesor de Redrado, Miguel Pesce, se las arregle para distanciarse del Poder Ejecutivo, casi todos lo tomarán por un títere en manos de los Kirchner, lo que será suficiente para garantizar que su gestión sea un fracaso rotundo.
No es que Redrado fuera un dechado de independencia antes de erigirse en defensor acérrimo de las reservas. Por el contrario, como están señalando un tanto tardíamente muchos dirigentes opositores, colaboró lealmente con la política inflacionaria del gobierno, de tal modo pasando por alto el que conforme a la Carta Orgánica la "misión primaria y fundamental" del BCRA consiste en "preservar el valor de la moneda", hasta darse cuenta de que entregarle una parte sustancial de las reservas podría suponerle muchos problemas legales. Parecería que, como muchos otros, Redrado entendió que no le convendría en absoluto seguir acompañando a un gobierno que se mostraba cada vez más proclive a buscar atajos sin preocuparse demasiado por las reglas formales.
Desgraciadamente para los Kirchner y sus simpatizantes, el voluntarismo del que están haciendo gala no brinda una impresión de fortaleza. Antes bien, sirve para que se multipliquen las alusiones despectivas a los "manotazos de ahogado" típicos de gobiernos que se sienten desbordados por los problemas que ellos mismos crean. Y, como si ello no fuera más que suficiente, los intentos de la presidenta y su cónyuge de hacer creer que son víctimas de una serie de conspiraciones urdidas por el Grupo Clarín los han privado de toda credibilidad. Tiene razón Néstor Kirchner cuando dice que entre sus adversarios están quienes preferirían que se celebraran las próximas elecciones presidenciales antes de octubre del 2011, pero esto no quiere decir que esté en marcha una "conspiración" liderada por Héctor Magnetto, el vicepresidente Julio Cobos, una banda de jueces y vaya a saber quiénes más.
Paradójicamente, el embrollo que se ha creado en torno al Banco Central puede considerarse una consecuencia directa del deseo de la presidenta Cristina y del ministro de Economía, Amado Boudou, de reconectar a la Argentina con los mercados de capitales, o sea, de persuadir al resto del mundo de que el nuestro es un "país normal". Como a menudo sucede cuando personas congénitamente transgresoras procuran enmendarse, todo les salió al revés. Aunque fueran buenas las intenciones declaradas de Cristina y Boudou, los medios que eligieron para alcanzarlas y las dudas legítimas en cuanto a su propósito real resultaron suficientes para provocar una debacle que, además de perjudicar enormemente al gobierno, incidiría de manera muy negativa en la economía nacional. Lejos de convencer a los inversores y prestamistas en potencia de que la Argentina es un país confiable, el lío desatado por la creación del "Fondo del Bicentenario" ha servido para advertirles que les convendría demorar sus decisiones hasta que por fin el panorama se haya aclarado, algo que, es evidente, no ocurrirá mientras el país siga atrapado en una crisis política de desenlace incierto.
