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El culto a la personalidad, esta versión moderna de la deificación del líder máximo de turno que en otros tiempos era rutinario, no es limitado a los estados totalitarios. También se da en el mundo democrático aunque, por fortuna, asume formas que son mucho menos aberrantes que las que adquirió en la Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao, la Corea del Norte de la dinastía Kim y el Irak de Saddam Hussein. Con todo, hace medio siglo, el presidente norteamericano John F. Kennedy fue epicentro de un culto a la personalidad que transcendía las fronteras de su propio país y que aún motiva nostalgia. Asimismo, desde mediados del 2008, Barack Obama ha sido objeto de la adoración acrítica de muchas personas tanto en Estados Unidos como en Europa. Fue explícito en tal sentido el editor responsable de la revista "Newsweek", Evan Thomas: impresionado por el discurso pronunciado el año pasado por su ídolo en El Cairo, nos informaba que "Obama se yergue por encima de su país, por encima del mundo, es como un dios". A ojos de sus admiradores norteamericanos y europeos, Obama cuenta con una ventaja decisiva: no cabe duda de que es muy diferente de George W. Bush, el hombre que antes de su irrupción se había visto convertido en símbolo del poder desmedido del "imperio" y que, para más señas, se había hecho mundialmente famoso por su propensión a mutilar el idioma inglés. Obama no es ningún Cicerón, ya que sin un "teleprompter" como los usados por los locutores de los noticieros televisivos sólo formula banalidades, pero el que hable mejor que Bush le ha merecido elogios extravagantes por sus dotes retóricas que, es innecesario decirlo, han contribuido a la idea de que es una especie de genio político destinado a inaugurar una época de prosperidad, justicia y paz mundial. Como él mismo ha dicho: "Somos el cambio prometido" Sea como fuere, la apoteosis de Obama se debió principalmente a que ha sido el primer presidente norteamericano no blanco. Para los norteamericanos mismos y para muchos otros, el que un país renombrado por sus tensiones raciales haya elegido presidente a un negro -en Estados Unidos, basta tener algunas gotas de sangre africana para verse incluido en dicha categoría- fue de por sí un gesto revolucionario que debería festejarse. Es más, durante la campaña electoral y los meses iniciales de la gestión de Obama, el factor racial pareció tan importante que pocos se preguntaban lo que se proponía hacer una vez erigido en "el hombre más poderoso del mundo" o si realmente poseía las cualidades, y la experiencia, necesarias para enfrentar los desafíos monstruosos que le aguardaban. Mientras que durante la campaña electoral las palabras y antecedentes de los demás candidatos fueron analizados minuciosa y hostilmente por los medios más influyentes, pocos manifestaron interés en los aspectos menos edificantes de la trayectoria de Obama. En una ocasión el ex presidente Bill Clinton lo calificó de "aquel político matón de Chicago", tratándolo como un producto típico de una de las ciudades más corruptas de Estados Unidos, pero pronto cambió de actitud por temor a ser acusado de albergar sentimientos racistas. Fue previsible, pues, que como presidente Obama no estuviera a la altura de las expectativas exageradas generadas por los resueltos a ver en él un "dios" o, cuando menos, un líder capaz de obligar a los océanos a dejar de subir y de curar las heridas de nuestro planeta, como prometió al ser nominado candidato presidencial del Partido Demócrata. A veces, Obama parece tomar en serio el culto que se ha creado en torno a su imagen: cuando se recordaba el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, envió un video a los presidentes y primeros ministros congregados en la capital de la Alemania reunida en que, en un arranque de narcisismo llamativo, afirmó que veinte años atrás nadie hubiera previsto que "el aliado norteamericano estaría liderado por un hombre de origen africano", de este modo poniendo el episodio supuesto por el colapso del comunismo en su lugar debido. Es como si entendiera que sería recordado más por haber roto la barrera racial que por lo que hiciere después. A juzgar por el primer año de la presidencia de Obama, el triunfo electoral de noviembre del 2008 sí fue el punto culminante de su carrera. A partir de aquel momento, todo sería cuesta abajo. Su intento de reformar el sistema de salud norteamericano parece destinado al fracaso: con suerte conseguirá modificarlo, pero los eventuales cambios serán menores en comparación con lo que se había propuesto. Sería injusto criticarlo por no haber solucionado los muchos problemas económicos y sociales de Estados Unidos, ya que son en buena medida "estructurales" y, de todos modos, el poder del presidente es limitado, pero si bien muchos atribuyen la caída precipitada de su popularidad a una tasa de desocupación elevada, es probable que la razón por la que tantos norteamericanos se sienten disconformes con su desempeño tenga más que ver con la sensación de que defender los intereses fundamentales de su país no se encuentra entre sus prioridades. Para todos salvo los académicos y progresistas militantes que se han habituado a imputar los males del resto del mundo a la perversidad del capitalismo imperialista yanqui, la voluntad de Obama de pedir perdón a árabes, iraníes, rusos y otros por lo hecho por todos los presidentes anteriores ha sido humillante. Tampoco les gustó la decisión de tratar a terroristas extranjeros, como el nigeriano musulmán que intentó celebrar la Navidad cristiana haciendo estallar un avión de pasajeros, como si fueran delincuentes estadounidenses: hasta que un abogado le dijo que tenía derecho a guardar silencio, el hombre "cantaba como un canario", suministrando a sus captores información muy valiosa. En el 2008, la "obamamanía" se apoderó de decenas de millones de norteamericanos con rapidez extraordinaria. Luego de un año de Obama en la Casa Blanca, los hay que prevén que la burbuja así denominada se desinflará con rapidez equiparable. A su entender, los resultados de la elección senatorial en el estado de Massachusetts, el más progresista de todos, significan que ya está en marcha una rebelión popular contra el Partido Demócrata que cobrará cada vez más fuerza en los meses próximos para que, en las elecciones de noviembre, experimente una derrota tan penosa como las sufridas por el Republicano en los años finales de la gestión de Bush. Después de todo, dicen, si un republicano acaba de ganar la banca que durante 47 años ocupó Ted Kennedy, ningún legislador demócrata puede sentirse seguro. Para salvarse, pues, muchos representantes y senadores demócratas se deslizarán hacia posiciones más conservadoras, y nacionalistas, lo que sería desastroso para Obama porque en tal caso no tendría ninguna posibilidad de llevar a cabo los cambios ambiciosos, cuando no fantasiosos, que prometió antes de verse frente a la dura realidad. JAMES NEILSON
JAMES NEILSON |
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