Hasta hace relativamente poco, fue habitual suponer que los prejuicios étnicos eran una especialidad de los pueblos de raíz germánica como el alemán, el británico y el tradicionalmente dominante en Estados Unidos, mientras que otros, sobre todo los latinos, eran inmunes al mal. Por desgracia, el asunto nunca fue tan sencillo. Como acaban de recordarnos los incidentes violentos que estallaron en la localidad calabresa de Rosarno que obligaron a las autoridades a evacuar a más de mil trabajadores africanos, muchos italianos están aún menos dispuestos que los sureños blancos estadounidenses a convivir con negros. Que éste haya resultado ser el caso no puede considerarse una sorpresa. Por desgracia, parece que los prejuicios étnicos, culturales y religiosos forman parte del genoma humano, ya que se manifiestan, a menudo de manera sumamente virulenta, en todos los países del planeta. Superarlos requiere un esfuerzo consciente. Luego de la Segunda Guerra Mundial, las elites intelectuales y políticas occidentales se comprometieron con el "multiculturalismo", o sea con la convicción de que todos los distintos pueblos deberían poder vivir juntos en un clima de respeto mutuo y que la diversidad, lejos de constituir un problema, es de por sí enriquecedora. Es un ideal noble, pero a juzgar por la historia de nuestra especie, la sociedad multirracial y multicultural soñada no se caracterizaría por la armonía sino por los enfrentamientos entre los diversos grupos que la conforman.
Incluso cuando las diferencias, como las que separan a serbios y croatas en la ex Yugoslavia, no parecen ser muy grandes, pueden producirse conflictos sanguinarios. Cuando son tan llamativas como las que, merced a la inmigración masiva, han transformado radicalmente la demografía europea, son virtualmente inevitables. Hace algunos años Francia corrió peligro de convertirse en escenario de una auténtica guerra racial y religiosa; aunque desde entonces el panorama se ha tranquilizado, todos los días suceden incidentes que en otras épocas hubieran sido más que suficientes como para sembrar la alarma. Asimismo, en Suecia, Noruega, el Reino Unido, Alemania, España y otros países europeos, los roces a veces raciales pero por lo común religiosos se han vuelto rutinarios. También lo son en el Japón, China, la India y el mundo musulmán, donde la voluntad de tolerar las diferencias -y ni hablar de celebrarlas como quisieran los multiculturalistas- difícilmente podría ser más escasa. Por fortuna, en nuestro país y otros en América Latina el riesgo de que se produzcan estallidos étnicos o religiosos sigue siendo menor, pero la situación se modificaría por completo si en los años próximos la región recibiera a millones de inmigrantes procedentes de lugares de tradiciones que para la mayoría fueran ajenas.
Naturalmente horrorizado por lo ocurrido en el muy católico sur de Italia, el papa Benedicto XVI subrayó que "un inmigrante es un ser humano, diferente por procedencia, cultura y tradiciones, pero es una persona que debe ser respetada". Es poco probable que exhortaciones bien intencionadas como la del Papa cambien mucho. Tanto en Europa como en otras partes del mundo, los más contrarios a la inmigración masiva suelen ser quienes tienen que competir con ellos en el cada vez más exigente mercado laboral, los que con frecuencia se han visto expulsados de sus propios vecindarios por los recién llegados y los que se sienten abandonados por líderes políticos y empresariales que parecen despreciarlos. Es innecesario decir que condenar a los italianos del sur y a sus equivalentes en el resto de Europa por su xenofobia no servirá para que opten por dar una bienvenida amistosa a los contingentes nutridos de inmigrantes provenientes de África, el Medio Oriente, Pakistán y, si bien por una cuestión de afinidad cultural los problemas que plantean son menos graves, de América Latina. Antes bien, los harán todavía más proclives a votar por políticos nacionalistas que hasta hace muy poco han sido los únicos dispuestos a afirmar que comparten el sentimiento de rechazo que les produce una "invasión" tercermundista que, combinada con cambios provocados por la evolución de la economía mundial y el progreso tecnológico, plantea una amenaza a un estilo de vida que muchos creían que duraría por siempre.