De haber ordenado el gobierno de George W. Bush hacer más severos los controles en los aeropuertos para los viajeros procedentes de 13 países poblados mayormente por musulmanes y Cuba, buena parte del resto del mundo lo hubiera considerado una manifestación más de su paranoia y de "la política del miedo" que según sus muchos adversarios institucionalizó luego de la demolición de las Torres Gemelas de Nueva York y un ala del Pentágono en Washington por terroristas sauditas, pero puesto que el responsable de la medida es el presidente Barack Obama, la reacción ha sido menos hostil. Es que, mal que le haya pesado, Obama se ha visto obligado a reconocer que el grave peligro planteado por el islamismo militante no fue un cuco inventado por Bush y sus asesores neoconservadores sino una realidad, una que, para más señas, comenzó a configurarse mucho antes de la presidencia de su antecesor y que con toda seguridad continuará ocupando a sus sucesores cuando su propia gestión sea de interés histórico. Aunque Obama alcanzó la presidencia de lo que sigue siendo la única superpotencia merced a una campaña en que atribuyó el terrorismo yihadista a los errores cometidos por Bush, parecería que está en vías de convertirse de una paloma en un halcón. Cuando hace poco recibió en Oslo el Premio Nobel de la Paz pronunció un discurso que no hubiera sorprendido en boca de Bush en que subrayó la necesidad de estar dispuesto a veces a ir a la guerra. Asimismo, el martes pasado, Obama se afirmó decidido a redoblar los ataques contra Al Qaeda hasta "desbaratar, desmantelar y derrotar sus redes de una vez por todas". Si bien el presidente norteamericano actual sigue siendo tan reacio como Bush a vincular el terrorismo directamente con el islam militante, sabe que le es forzoso convencer a sus compatriotas de que está resuelto a tomar todas las medidas necesarias para defenderlos de la amenaza.
Como los opositores republicanos no se cansan de recordarle, Bush logró impedir que el ataque devastador del 11 de septiembre de 2001 fuera sólo el inicio de una gran ofensiva yihadista en territorio estadounidense. En cambio, en el primer año de la gestión de Obama se produjeron dos incidentes sumamente preocupantes: a comienzos de noviembre pasado, un islamista notorio, el mayor del ejército Nidal Malik Hasan, mató a 13 personas e hirió a 43 más en la base militar de Fort Hood, Texas, mientras que el 25 de diciembre otro yihadista conocido, el nigeriano Umar Farouk Abdulmutallab, casi hizo estallar un avión de pasajeros en Detroit. En ambos casos se trataba de individuos que deberían haber estado bajo la vigilancia de los servicios de seguridad, pero parecería que era tanto el temor a ser acusados de "islamofobia" de sus integrantes que optaron por darles el beneficio de todas las dudas concebibles. Según Obama y -luego de decir que el sistema había funcionado muy bien- la responsable de Seguridad Nacional, Janet Napolitano, se han cometido tantos errores "desastrosos" que será necesario tomar medidas drásticas para que no se repitan.
Por razones comprensibles, Obama no quiere que se difunda la impresión de que la superpotencia está en guerra con una confesión religiosa con más de mil millones de adherentes que, entre otras cosas, domina países en los que se halla una proporción significante de las reservas petroleras mundiales, pero de continuar produciéndose ataques yihadistas no sólo en el Medio Oriente y el norte de África sino también en Estados Unidos y Europa, no le será nada fácil continuar distinguiendo entre el islam como tal y lo que están haciendo en su nombre miles de terroristas despiadados que se creen con derecho a matar a cualquiera que no comparta su versión de la fe. La decisión de discriminar contra viajeros provenientes de países musulmanes obligándolos a someterse a cacheos y a escaneos corporales fue tomada con la intención de apaciguar a la opinión pública norteamericana, ya que es poco probable que sirvan para frustrar a terroristas bien preparados que, en muchos casos, nacieron y se criaron en Europa o, como Hasan, en Estados Unidos mismo, pero parecería que para el presidente norteamericano, y también para sus homólogos europeos, ya es más importante tranquilizar a sus propios compatriotas de lo que sería procurar congraciarse con sus enemigos jurados.