Veamos qué dice el diccionario respecto de dos términos que dan origen a nuestra reflexión. Fama: noticia o voz pública de alguna cosa o persona; prestigio: autoridad, ascendiente, crédito.
Corresponde aclarar que no es nuestra idea menoscabar a ninguno de los llamados "famosos"; tampoco a aquellos -de cualquier ideología- que con los "personajes mediáticos" se enzarzan en prolongadas y violentas discusiones, inconducentes a todo fin práctico. También debe quedar palmariamente claro que respetar posiciones no significa per se compartirlas.
Digamos que famoso es todo sujeto ampliamente conocido por aparecer en los medios de comunicación de manera permanente; así, la fama se cimenta en la repetición -hasta el infinito- de una imagen o un nombre, sin que ello haga suponer al mismo tiempo prestigio. Ser famoso no sólo no conlleva de suyo el concepto de autoridad, ascendiente o crédito sino que, en muchos casos, se opone a éstos.
Famosos son -por ejemplo- Diego Maradona y la ignota Clotilde Acosta, verdadero nombre de Nacha Guevara: el primero, por sus pasadas habilidades futbolísticas y sus presentes exabruptos; la segunda, por su trayectoria artística y su más reciente "candidatura testimonial" como diputada K por la provincia de Buenos Aires que, obviamente, nunca pensó asumir. Así se comprende -decididamente- la falta de crédito que acompaña muchas veces a los más famosos, que terminan siendo fatuos cuya única valía es ser favoritos del poder de turno.
El prestigio, inversamente, caracteriza a quien realiza un arduo y silencioso trabajo que es, salvo excepciones, poco difundido entre el gran público, aunque éste sea el beneficiario directo de aquella labor. Ejemplos podríamos citar muchísimos, pero remitámonos a unos pocos nombres de nuestro país: Leloir, Milstein, Houssay (ya fallecidos), Miguel A. Maldonado, Humberto Lucero o Miguel A. Canziani, afortunadamente vivos y desarrollando una fascinante aunque poco divulgada tarea. Cuidado en este punto: los premios -incluido el Nobel- son cuestiones accidentales cuando de verdadero prestigio se trata.
En raras situaciones coinciden fama y prestigio, como ocurrió con el Dr. René Favaloro o el historiador Félix Luna. Sin embargo, al analizar de cerca los paradójicos casos de estos probos sujetos, nótase enseguida que la balanza se inclina siempre hacia el prestigio toda vez que, como bien denotara Feijoo (s. XVI), "los sabios verdaderos son modestos y cándidos y estas dos virtudes son grandes enemigas de su fama".
Ahora, precaución: también tiene la ciencia sus hipócritas que invocando fama de sabios -cualidad que están muy lejos de poseer- engañan fácilmente al público mediante alardes discursivos y gestos grandilocuentes. Estos seres insignificantes, de torpe entendimiento y nula ética, se caracterizan por servir menos a la verdad científica que a su propia conveniencia o la de sus amos.
El prestigioso, contrariamente, suele ser tímido porque es quien más desconfía de sí mismo, de su sapiencia, no por falsa modestia sino, al contrario, por reconocer los límites del saber. El inconveniente con esta característica es que, remitiéndonos nuevamente a Feijoo, "el vulgo no tiene por docto a quien en su profesión ignora algo, siendo imposible que nadie lo sepa todo". A diferencia de ciertos famosos, el prestigioso sólo reconoce señorío a la verdad, independientemente de banderías partidarias.
Podemos concluir que en nuestro medio, para ser tenido por el gran público como hombre sabio, conocedor profundo de cualquier tópico que se discuta, no hace falta tanto serlo realmente cuanto fingirlo de manera adecuada; son claro ejemplo aquellos que no dudan en opinar -de manera perniciosa e irreflexiva, aunque sesuda en apariencia- de cuanta materia se les proponga frente a un micrófono o una pantalla.
Dado este cuadro de situación, teniendo en cuenta la inútil pelea mediática entre conductores televisivos, legisladores, representantes del Poder Ejecutivo, dirigentes y pseudodirigentes, etcétera, y considerando las gravísimas crisis que atraviesa nuestro país -de las cuales la inseguridad es apenas una de ellas y, en esencia, secundaria a otras causas más severas-, ¿no parece prudente convocar a los verdaderamente prestigiosos para que asesoren a magistrados y gobernantes antes que seguir prestando oídos a cruces verbales entre quienes -si apenas- opinan sin fundamento científico aunque con gran pasión?
¿No suena razonable sacar del oscuro despacho donde realizan su silenciosa y ardua labor a estos acreditados personajes, atendiendo a sus conclusiones? ¿No será tiempo de empezar a cambiar la forma de plantear y analizar las cosas?
Parece momento de releer y dar cumplimiento a lo señalado por Sarmiento en "Civilización y barbarie": "La inteligencia, el talento y el saber serán llamados de nuevo a dirigir los destinos públicos como en todos los países civilizados".
ALEJANDRO A. BEVAQUA
(*) Médico. Especialista en Medicina Legal. bevaquaalejandro@hotmail.com