El ex embajador y actual dirigente de PRO Diego Guelar se interesa más que la mayoría de los políticos locales por los asuntos internacionales. Será por eso que, para disgusto de muchos miembros de su propio partido y la indignación no muy convincente de los demás, se le ocurrió proponer una "amplia amnistía" para los militares y policías acusados de perpetrar crímenes de lesa humanidad en el marco de la guerra sucia de los años setenta y ochenta del siglo pasado, lo que en su opinión le permitiría al país separarse por una vez de una etapa miserable de su historia. Como Guelar sabe muy bien, amnistías todavía más amplias que la que tiene en mente fueron otorgadas en España después de la disolución de la dictadura franquista y en Sudáfrica luego del desmoronamiento del régimen racista. Asimismo, con escasas excepciones, en los países ex comunistas los culpables de una cantidad fenomenal de abusos horrendos de los derechos humanos han podido vivir tranquilamente, sin que las organizaciones dedicadas al tema hayan protestado contra la anomalía así supuesta. Para un estudioso de la historia reciente del resto del mundo, pues, es natural preguntarse por qué en la Argentina la mayoría de los dirigentes, incluyendo a personajes como el líder de PRO, Mauricio Macri, insisten en que hay que continuar sometiendo a juicio a todos los sospechosos de haber cometido delitos en nombre del Estado. ¿Es que nos sentimos más comprometidos con la legalidad y el respeto por los valores civilizados que los españoles, sudafricanos, europeos orientales y, a juzgar por algunas declaraciones del presidente electo José Mujica, los uruguayos? ¿O es que hay otros factores en juego?
La virtual unanimidad en torno del tema es a un tiempo alentadora y, en vista de lo que sucedió en los años setenta, un tanto sorprendente. Tres décadas atrás, muchos radicales y peronistas hubieran juzgado severa la postura hacia los represores ilegales asumida hace poco por Macri, el que a su modo es el representante máximo de la centroderecha actual, pero parecería que a partir de entonces el país ha evolucionado tanto que nadie soñaría con repetir las palabras a favor del olvido que en su momento pronunció el jefe de la UCR, Ricardo Balbín, cuando el Proceso militar ya hacía agua. Asimismo, en el 2003 dirigentes como los Kirchner, que nunca antes se habían preocupado por los derechos humanos de nadie, pudieron darse el lujo de manifestar su desprecio por la actitud a su entender excesivamente contemplativa de otro radical, el ex presidente Raúl Alfonsín, a pesar de que los juicios por las violaciones de los derechos humanos que impulsó marcaran un hito no sólo en la historia de la Argentina sino también en la del mundo entero.
Acaso la mayor diferencia entre nuestro país por un lado y, por el otro, España, Sudáfrica y las ex dictaduras comunistas consiste en que aquí los integrantes y partidarios del régimen castrense, gente dispuesta a reivindicar la metodología aberrante que heredó de la Triple A peronista para poner fin al terrorismo de signo supuestamente izquierdista, pronto dejaron de plantear un peligro genuino a la democracia recuperada. Es llamativo que la acusación más grave que en los últimos años se ha dirigido contra los presuntos amigos del Proceso haya tenido que ver con la desaparición de un albañil anciano, Jorge López, en septiembre del 2006, ya que desde entonces no hay noticias sobre su paradero y los eventuales secuestradores no han intentado aprovechar el episodio para intimidar a los resueltos a ver castigados a todos los represores. En cambio, en España, Sudáfrica, Europa oriental y en nuestro país cuando Alfonsín estaba en la Casa Rosada, los vinculados con regímenes atroces sí estaban en condiciones de provocar muchísimos problemas, razón por la que los comprometidos con la democracia eran reacios a correr demasiados riesgos. Dicho de otro modo, en última instancia lo que más importa es el poder relativo de los distintos sectores. La propuesta de Guelar hubiera merecido más interés si los represores y sus allegados plantearan una amenaza auténtica al resto de la población. Puesto que parecen ser totalmente impotentes, no hay motivos para amnistiar a los pocos que han conseguido mantener oculto lo que hicieron hace más de veinte años.