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La gran asignatura pendiente | ||
Como todos sabemos muy bien, la Argentina pudo celebrar con triunfalismo el primer centenario, pero el segundo ya está resultando ser una ocasión para lamentar los fracasos colectivos y oportunidades perdidas que han jalonado los cien años últimos en que, para perplejidad de todos, nuestro país se transformó de uno de los más ricos del planeta en uno al parecer resuelto a depauperarse. Que éste sea el caso puede considerarse positivo, ya que significa que aún no hemos abandonado por completo la costumbre de comparar nuestro desempeño con el de los países que, según las pautas habituales, suelen considerarse los más exitosos. Por cierto, pocos se sentirán consolados por el hecho de que a pesar de todo la calidad de vida local siga superando con creces el promedio mundial o sentirán mucho orgullo porque el ingreso per cápita argentino es, en términos de poder de compra, casi tres veces más alto que el chino, o sea del país que de acuerdo común está destinado a ser la próxima superpotencia económica. Tampoco sirve de consuelo saber que nuestra vida política, si bien a menudo un tanto rústica, es infinitamente más civilizada que la de la mayoría de los países africanos, asiáticos y algunos latinoamericanos. Desde hace muchos años, políticos e intelectuales que se imaginan nacionalistas han criticado con virulencia a quienes insisten en que por ser una sociedad de raíces básicamente europeas deberíamos aplicarnos las mismas normas que los franceses, británicos, escandinavos, españoles, italianos o norteamericanos, pero dejar se hacerlo equivaldría a resignarnos a que la decadencia sea irremediable. De todos modos, a esta altura parece evidente que la causa fundamental por la que el estado de ánimo de casi todos frente al bicentenario es tan distinto del imperante un siglo antes consiste en que, por una multitud de motivos, no hemos logrado crear un orden político que resultare capaz de garantizar el mínimo necesario de seguridad jurídica. A menos que todos -pero especialmente los empresarios que, al fin y al cabo, son los responsables de generar riqueza- puedan confiar en que la ley los protegerá contra la arbitrariedad de los políticamente poderosos y que sus esfuerzos se verán premiados, ninguna sociedad conseguirá prosperar por mucho tiempo. Se trata de encontrar la mejor forma de aprovechar el capital humano que, hoy en día, vale muchísimo más que cualquier cantidad de petróleo o de tierra fértil. En países en que el imperio de la ley es a lo sumo una aspiración utópica, el producto de la iniciativa y el ingenio de sus habitantes termina engrosando las cuentas bancarias de una minoría de inescrupulosos; en cambio, en aquellos en que todos entienden que cometerían un error peligroso si se les ocurriera despreciar la ley, los beneficios acumulados propenden a distribuirse con más equidad ya que una proporción mayor de la ciudadanía aporta a la prosperidad resultante y puede compartirla. Debido a los excesos y los errores del gobierno kirchnerista, parecería que el mundillo político está experimentando una de sus periódicas mutaciones y que en adelante nuestros dirigentes tratarán de privilegiar el respeto por las normas constitucionales y legales para combatir lo que el en aquel entonces presidente Raúl Alfonsín calificaba de "la cultura de ajuridicidad". No es la primera vez que la elite política se da cuenta de que el país ha pagado un precio terriblemente elevado por apartarse de ciertos principios básicos, ya que lo mismo ha sucedido toda vez que se aproximaba a su fin una etapa caracterizada por una dictadura militar o por un gobierno populista ineficiente, pero hasta ahora siempre se ha agotado muy pronto la voluntad de emprender la tarea ciclópea de asegurar que en el futuro funcionen como es debido las instituciones propias de una democracia moderna. Es de esperar que en el tercer siglo de vida como nación independiente de nuestro país, la historia así supuesta no se repita y que, aleccionados por los resultados desastrosos de su afán de buscar atajos, los dirigentes políticos decidan conformarse con avanzar por el único camino que, andando el tiempo y con mucho esfuerzo, podría llevarnos a recuperar el terreno que perdimos en los cien años que siguieron al primer centenario. | ||
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