Puede una sociedad democrática desarrollarse social y económicamente en un marco de conflicto permanente? ¿Puede el Estado cumplir con sus funciones indelegables cuando se ve acorralado por el accionar extorsivo de sectores que privilegian el interés particular sobre el bienestar general?
De un tiempo a esta parte, los argentinos venimos siendo protagonistas -y digo protagonistas y no testigos porque todos tenemos una cuota de responsabilidad, directa o indirecta- de una escalada alarmante de la violencia social y de métodos poco republicanos para efectuar reclamos o dirimir diferencias. Lo grave es que estos mecanismos, en los que la prepotencia y un ofensivo desconocimiento del que piensa distinto constituyen el común denominador, se han enquistado en el seno de las propias instituciones. La onda expansiva de la intolerancia cubre todas las esferas.
Este proceso agrava sobremanera el degradamiento de las instituciones de la democracia y muestra el crecimiento de una patología siniestra que padecemos los argentinos de exaltar los disvalores y que, a decir de Marcos Aguinis, representa una extraordinaria capacidad de "llamar éxito al fracaso".
Los argentinos nos consideramos los reyes de la transgresión de las normas y hacemos alarde de ello. Somos cultores de la anomia, es decir, del desconocimiento de las leyes que rigen la vida de cualquier sociedad civilizada.
A lo largo de la historia nuestra capacidad de autodestrucción ha sido tal que hemos sido capaces de dar forma a lo que Ernesto Garzón Valdés -filósofo del derecho, politólogo y ex diplomático de nuestro país- ha llamado "el desmilagro argentino", es decir, un milagro al revés.
"La desobediencia civil sólo es justificable jurídica y moralmente como un estado de excepción, pero cuando la excepción es la regla se vive en la anomia, en un sistema en que la protesta es la normalidad", sostiene Garzón Valdés, para agregar que "la vida civilizada se forja con la obediencia a la ley. El problema es que cuando una sociedad viola constantemente el orden constitucional y se rige por sistemas normativos paralelos surgen las mafias. La única solución es tomar la Constitución en serio y dar el ejemplo de arriba hacia abajo".
Pensemos sólo un minuto en escenas de nuestra vida cotidiana y comprenderemos que la anomia está presente en todo momento y en todos los ámbitos.
Limitemos el ámbito de análisis y veamos simplemente lo que ocurre en la provincia del Neuquén. La crisis del modelo clientelar y populista que el Movimiento Popular Neuquino (MPN) alimentó a lo largo de casi 50 años terminó con la provincia que hace décadas parecía poco menos que la isla de la fantasía, o al menos era lo que se creía. El Estado neuquino hoy está quebrado y, en este proceso que lo lleva a tocar fondo, les suelta la mano a muchos sectores sociales que siempre vivieron a su amparo.
Este fenómeno se complementa con la proliferación y el fortalecimiento de otras minorías que reniegan de las instituciones como vía para canalizar sus demandas. Ganan terreno haciendo un culto de la anomia y se creen con derecho a no tener razón. Para ellos sólo cuenta la ley del más fuerte. Paradójicamente muchos de estos sectores se valieron de los recursos del Estado para crecer, el mismo Estado al que dicen combatir. Lo grave es que usando estos métodos obtienen una respuesta.
El equilibrio entre los derechos y las obligaciones que atañen a los ciudadanos en una sociedad democrática se ha desbalanceado. A decir de Giovanni Sartori -intelectual italiano de la ciencia política-, nuestras sociedades "se están convirtiendo específicamente en sociedades de expectativas de derechos y más concretamente en sociedades de expectativas en las cuales los ciudadanos se sienten titulares de débitos, de cosas que esperan". Y lo que se reivindica son los derechos materiales.
Como bien define Sartori, "los derechos materiales son todos ellos derechos gravosos, y por lo tanto beneficios que alguien debe pagar, aunque en su forma generalizada de costo social". Es decir que están sujetos a las disponibilidades materiales del Estado. Sin embargo, erróneamente "la sociedad de las expectativas los percibe y reclama como derechos absolutos".
Ortega y Gasset -citado por Sartori- ya en los años 20 "predijo la emergencia del tipo humano del ´niño maleducado´ y desconsiderado que lo espera todo gratis y que tampoco se siente solidario con las condiciones que le aseguran el beneficio que reclama". De esta forma, "la sociedad de beneficiarios se transforma en una sociedad de la protesta de los descontentos".
Esta sociedad de las expectativas es el terreno fértil que encuentran para su prédica los sectores que alientan el conflicto permanente como forma de extorsión o presión -para apelar a un término más edulcorado- con el único objetivo de ganar participación en la distribución de los recursos estatales. Así aumentan de manera vertiginosa los gastos corrientes, el gobernador se convierte en un mero jefe de personal para pagar sueldos y se esfuma la posibilidad de destinar recursos a una verdadera reconversión de la economía.
En este 2009 que termina, nuestra provincia finaliza con un déficit no menor a los $ 1.000 millones, cuando el rojo autorizado por la Legislatura provincial se ubicaba en los $ 244 millones. El presupuesto 2010 presentado por el gobierno es el más alto de la historia: $ 7.000 millones, pero aun así se prevé un déficit de $ 700 millones. A este ritmo, la situación económica en que se encuentra nuestra provincia aparece como una verdadera bomba de tiempo, sobre todo cuando ya los gremios estatales reclaman un aumento salarial del 30%.
No estoy en contra de mejorar los sueldos porque, salvo el gobierno del matrimonio Kirchner, que maneja de manera antojadiza los índices del Indec, todos somos conscientes, con sólo recorrer las góndolas de los supermercados, del aumento que ha tenido el costo de vida en nuestro país. Lo que planteo es que las demandas de recomposición deben hacerse de manera responsable y con una cuota de racionalidad, para no terminar de hacer añicos las finanzas de la provincia.
La eclosión del modelo populista cultivado por el MPN a lo largo de décadas nos obliga a los dirigentes políticos -sobre todo a aquellos que pretendemos conducir los destinos de la provincia a partir del 2011- a plantear un modelo diferente, un modelo en que el Estado cumpla responsablemente sus obligaciones -educación, salud, seguridad- y establezca con los ciudadanos una relación equilibrada entre derechos y obligaciones. No será una tarea sencilla. Tantos años de clientelismo perverso han dejado sus marcas en la historia neuquina.
Hay que asumir que es necesaria una transformación cultural inmensa que encontrará muchos detractores, a quienes les resulta beneficioso mantener el actual estado de cosas. Son aquellos que siempre priorizan el interés sectorial sobre el bienestar general para conservar determinados privilegios a cualquier precio y sin importar las consecuencias.
De continuar en esta senda, el futuro de la provincia del Neuquén no augura demasiadas esperanzas. No es con un estado de conflicto permanente como una sociedad sale adelante. Ese estado de conflicto sólo conduce a la fragmentación y el quiebre del tejido social. El desafío está planteado. Ahora debemos poner manos a la obra.
HORACIO QUIROGA
(*) Diputado nacional por Neuquén. Ex intendente de la ciudad de Neuquén