La provincia de Buenos Aires nunca será apta para el cultivo de trigo". Una aseveración de tal naturaleza no podría ser expresada hoy por alguien con un mínimo de conocimiento e información. Sin embargo la dijo hace casi 140 años Germán Burmeister, uno de los principales científicos de la época y quizás quien mejor conociera por entonces la geografía física de la República Argentina.
Lejos de la imagen de "granero del mundo" que años después la haría famosa, Buenos Aires era por entonces poco menos que un pantano irreconocible en la actualidad. La cuenca del Salado, con el río que le da nombre, sus afluentes y lagunas, la atravesaba desde el extremo noroeste hasta la bahía de Samborombón y marcaba una auténtica frontera natural con el sur y el sudoeste del país, dominado hasta entonces por los pueblos originarios. En el extremo noreste, el Paraná y sus afluentes tampoco eran fáciles de franquear para el transporte de la época. Más allá de las consideraciones humanitarias respecto de la denominada "Conquista del Desierto", no podría ni pensarse en la extensión de la frontera agropecuaria que emprendió la Argentina desde entonces sin tener en cuenta desde un inicio las obras de adecuación hidráulica en la cuenca del Salado, con centenares de canales desde el sur de Córdoba hasta Dolores.
Las obras de infraestructura realizadas cambiaron por completo la fisonomía bonaerense. Con los millones de hectáreas ganados para el poblamiento, la agricultura y la ganadería, la provincia tuvo un giro de 180 grados en sus características.
La mayor parte de los millones de nuevos habitantes que se afincaron en su territorio no reparó en que ese cambio no fue obra de la naturaleza sino del hombre. O mejor dicho, del Estado nacional y provincial a través de sucesivos gobiernos. Quizás hoy mismo, tanto en los exclusivos barrios cerrados del Delta cuanto en diferentes zonas rurales de cualquiera de los 180.000 kilómetros cuadrados de la cuenca del Salado, muchos continúen creyéndolo. La distorsión fue reforzada por el propio Estado por medio de la educación pública, que por generaciones inculcó la idea generalizada de un territorio "bendecido", con tierras altamente productivas desde el inicio de los tiempos. Pocos sabían que tres siglos atrás los pastos blandos y verdes eran duros y secos y que el cambio no fue producto de ninguna "bendición" sino de la introducción de vacas, caballos y ovejas por parte de los conquistadores.
En ocasión de una de las tantas inundaciones en la provincia, un ex funcionario de Agricultura había ofrecido una explicación didáctica: "La Pampa Húmeda es húmeda porque cada tanto se inunda", señaló, dejando en claro que, con o sin cambio climático, la región es blanco de fuertes lluvias desde siempre. El problema es por dónde escurre el agua. Y para resolverlo, fue el Estado, a veces con el concurso de particulares, el que se encargó desde fines del siglo XIX de realizar las obras de infraestructura necesarias, con un resultado tan sorprendente que relegó la frase de Burmeister al arcón de las curiosidades. Pero el compromiso intergeneracional que representa la continuidad de una sociedad implica, entre muchas otras cosas, la profundización de lo realizado y el mantenimiento de lo que se construyó. Mucho más en una provincia como Buenos Aires luego de un siglo de aumento de la población, crecimiento de zonas urbanas y traza de miles de kilómetros de rutas.
El olvido de un compromiso tan evidente se viene pagando en los últimos años de diferentes maneras: escuelas derrumbadas, hospitales inutilizables, caminos intransitables. E inundaciones.
El caso de San Antonio de Areco es una dolorosa muestra de ese olvido. Solamente un caso, entre decenas que pueden comprobarse a diario no ya en Buenos Aires sino en todo el país. A pocos kilómetros, en el oeste-noroeste bonaerense, la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola detectó una franja de 20.000 kilómetros cuadrados bajo el agua. Que esa zona coincida con las nacientes del Salado podría no ser una simple coincidencia. No hace falta más que recordar cómo vastos territorios de la provincia del Chaco pasaron sin escalas de la sequía (a pesar de estar rodeada por los ríos más correntosos de la Argentina) a una inundación perfectamente evitable con las necesarias obras de infraestructura. Las obras que si se hubieran llevado a cabo en tiempo y forma en el río Areco habrían evitado el desastre. No se requerían emprendimientos faraónicos, quizás hubiera sido suficiente con una mínima limpieza y desmalezamiento.
Hace tres años, la municipalidad de San Antonio de Areco suscribió un convenio con la Universidad Nacional de La Plata, que presentó el "Plan de ordenamiento territorial" del partido bonaerense. Si bien la cuestión hidráulica no fue el eje principal del trabajo, algunas citas textuales dan cuenta de que el problema de las inundaciones no sólo no es nuevo sino que también era un motivo de preocupación: "Se criticó el desordenado crecimiento del núcleo de San Antonio de Areco por falta de previsión, la ocupación de áreas inundables detrás del río (...) Debe señalarse la existencia de políticas permisivas -generalmente subsidiarias de intereses especulativos inmobiliarios- que en el desarrollo del proceso de urbanización favorecieron la subdivisión del suelo en áreas con alto compromiso en materia hídrica y claros riesgos de inundación (...) En el sector ubicado tras las vías del FC se han observado sectores anegables en correspondencia con cursos de agua subsidiarios del río". El informe de la UNLP propuso "desarrollar una política ambiental que contribuya a una manejo sustentable de los recursos locales (...) implementando un plan hídrico que contemple el tratamiento integral de la temática" y también advirtió que "la ocurrencia de inundaciones en el núcleo urbano requiere estudiar íntegramente la problemática hidráulica, elaborar un plan integral, previendo y ejecutando las obras necesarias".
Lamentablemente, no sorprende que el Estado no preste atención a un informe de una universidad pública. A veces el Estado no se escucha ni a sí mismo. Y el precio de esa sordera puede pagarse con vidas.
MARCELO BÁTIZ
DYN