Seré claro: no pretendo agradar, sino incitar el pensamiento de una sociedad anestesiada, confundida, hundida en la consternación. Es mejor soliviantar el residuo narcotizado del intelecto humano que dejarlo estar allí, inútil; es preferible la discusión encarnizada que el letargo.
Suele sostenerse que año nuevo es vida nueva; de ser cierto este adagio, el mismo implica tanto posibilidad cuanto obligación de esfuerzo. Nada realmente importante no es dado sin más; debemos sudar por ello, pensar hasta que duela, al menos quienes todavía podamos pensar. Dejemos pues de lado las creencias, mitos, temores y supercherías y reflexionemos seriamente.
El Código de Ética marca taxativamente que el médico no atenderá a ninguna otra cuestión más que a la condición de persona de aquel a quien asiste; por otro lado, el galeno, como ser comprometido con su sociedad, debe a ésta, a su preservación y desarrollo, los máximos esfuerzos. Siendo el todo social más importante que la suma de las personas que lo conforman, corresponde definir -o redefinir- el alcance del concepto: ¿quién es, verdaderamente, persona en nuestra sociedad? Las potenciales implicancias de este cuestionamiento son, de seguro, gravísimas, entre otras razones porque de él dependerá el modelo social que aspiremos a construir.
Caben aquí numerosas perspectivas: para Jakobs, persona es aquella modelada para su inserción social por el acatamiento a la norma; según unas corrientes filosóficas, el sujeto es posibilidad; según otras, historicidad. La sociología, la antropología y la ética misma tienen sus enfoques particulares.
No todas estas proposiciones hacen hincapié en el pensamiento como carácter central a la persona, olvidando que sin el dominio pleno de este atributo sólo retrocederemos al reflejo, al comportamiento ingénito no mediatizado por la reflexión y, finalmente, a la disolución social con el retorno inevitable del individuo a su condición animal originaria. Y ello no como consecuencia de un destino inevitable, sino sólo como resultante de trabajar arduamente, o no hacerlo, en pos de un objetivo definido y consensuado de antemano.
En este momento histórico, dos caracteres sobresalen: el desprecio por la cultura -popular o de elite- y, como contrapartida -ya que la naturaleza no tolera el vacío- el auge de la incultura; esta última se denota particularmente en el magro rendimiento académico, en la brecha establecida entre escuela y hogar, en la elevación al rango de ícono social de personajes mediáticos en detrimento de los verdaderos cimientos sociales como filósofos, docentes, artistas, científicos, técnicos, etc. Sin embargo, este modo de pensamiento, aunque paupérrimo, no denota falta del mismo.
Pensar -como bien enseña Steiner- no es patrimonio de unos pocos; más bien, es algo innato al sujeto humano, como las funciones corporales. Sin embargo, su expresión, la capacidad de inteligir y dar a conocer lo pensado es ya otra cuestión, igual que el hecho de tener pensamientos útiles al bien social, innovadores, creativos, superadores y no mera satisfacción del individualismo más egoísta.
Sostuve, en estas mismas líneas, que hay generaciones irremisiblemente perdidas (R. N., 2/12/09, pág. 20), entre ellas, en particular, la de los adictos al paco; las personas que constituyen este subgrupo adolecen, en virtud de su adicción, de la incapacidad absoluta de pensamiento; sólo actúan en pos de su necesidad primaria, de su instinto, de su animalidad más primitiva, sin reparo alguno para ello. Son sólo espantajos con envase humano, incapaces de volver al seno social por la destrucción absoluta del sistema nervioso, asiento de las capacidades intelectuales. A partir de allí, de la adicción perversa, y de la incultura consiguiente, se desata una ola criminal imparable.
Por el solo remedo de persona, estos sujetos deben ser tratados como tales, internados y asistidos con todo el arsenal científico disponible; pero ello no supone que deban circular libremente entre el resto de los ciudadanos, ya que esto sería únicamente una concesión a la irracionalidad y, así, a la degradación del humano y de la sociedad. Nietzsche ha señalado, con acierto, que "cuando los instintos quieren erigirse en tiranos, hay que inventar un contra-tirano que sea más fuerte".
Ese contra-tirano (aunque la nominación no sea feliz) no puede ser otro que el pensamiento racional social como opuesto a la conducta instintiva individual; de allí puede definirse como persona a todo sujeto capaz de pensar y pensarse. Si puede hacerlo, si realmente piensa, debe ser tomado por persona, con todos sus derechos y obligaciones; si no, debe ser separado del corpus social. Así, el límite para definir a la persona pasa por el atributo mayor de ésta: la capacidad de pensar y, por ende, de responder por sus actos. Es hora de empezar a separar la paja del trigo.
Por otro lado, la sociedad en pleno tiene la obligación ineludible, para aquellos que pueden pensar, de estimular esta práctica, de acicatear la reflexión, en suma, de alentar la cultura.
ALEJANDRO A. BEVAQUA
(*) Médico. Especialista en Medicina Legal. bevaquaalejandro@hotmail.com