Para la presidenta Cristina Fernández de Kirchner lo que más importa es "el relato". La idea dista de ser nueva. Desde hace miles de años, potentados de las especies más variadas han entendido que los beneficiaría que todos compartieran una forma determinada de interpretar la historia de su pueblo particular y la visión resultante del futuro. Ejemplos clásicos del género son el discurso en que, según Tucídides, Pericles habló de la grandeza de Atenas y "La Eneida" de Virgilio, en que el poeta exaltó el destino de Roma sin preocuparse por la eventual veracidad histórica de los mitos que aprovechaba. En tiempos más recientes, nazis y comunistas, dictadores y demócratas cabales han procurado convencer a sus contemporáneos de que sus propios designios formaban parte de un plan cósmico.

No hay que decir que el relato que Cristina sigue intentando propagar es modesto en comparación con aquellos que, bien que mal, han incidido profundamente en la evolución de las sociedades humanas. En él, la presidenta y su marido, herederos de la juventud universitaria diezmada de la década de los setenta, luchan heroicamente contra una alianza despreciable de militaristas, estancieros oligárquicos, periodistas reaccionarios, neoliberales desalmados, jueces venales y empresarios codiciosos que a través de los años han depauperado el país, manteniéndolo secuestrado para chuparle la sangre. Por un rato, dicho relato impresionó favorablemente a una parte significante de la población. Con astucia táctica, en mayo del 2003 los Kirchner sellaron una alianza con grupos resueltos a vengarse de los militares en nombre de los derechos humanos, lo que les permitió figurar como progresistas decididos a pulverizar a la derecha satanizada. Por lo demás, merced a la recuperación económica que fue facilitada por el "viento de cola" internacional, pudieron mofarse de los economistas "ortodoxos" a quienes acusaron de estar al servicio del FMI y en consecuencia ser responsables del cataclismo que puso fin a la presidencia de Fernando de la Rúa.

Andando el tiempo, el relato que Cristina y Néstor confeccionaron con la colaboración de ciertos intelectuales oficialistas comenzó a desdibujarse. Eran demasiadas las contradicciones. Su propia trayectoria antes de mudarse a la Casa Rosada no fue del todo heroica. Eran multimillonarios que hicieron su fortuna a costillas de deudores hipotecarios y su conducta como políticos santacruceños habría sido más apropiada para derechistas autoritarios que para los progresistas esclarecidos preocupados por la desigualdad que intentaban representar. Y pronto se hizo evidente que los más beneficiados por su gestión no eran los pobres sino ellos mismos, sus amigos y aliados circunstanciales como el piquetero Luis D´Elía y el sindicalista Hugo Moyano.

Así, pues, el relato de Cristina terminó reemplazado por otro muy diferente. En éste, los Kirchner desempeñan un papel antidemocrático, el de personajes sumamente corruptos que, con cinismo llamativo, subordinan absolutamente todo a su propia hambre de dinero y poder. Son los malos de la película. El punto de inflexión llegó durante el conflicto con el campo. En lugar de combatir a "oligarcas" opulentos, Cristina y Néstor se vieron frente a decenas de miles de chacareros tan pobres como enfurecidos. Los supuestos defensores de las víctimas de la maldad ajena se transformaron en victimarios.

Para que desde el punto de vista de la presidenta el relato que escribía la imaginación mayoritaria resultara todavía más indigno, ella sería considerada una virtual esclava de un hombre prepotente, o sea que, lejos de ser una luchadora tenaz por los derechos de la mujer, sería una esposa abnegada que obedece sin vacilar las órdenes del jefe absoluto de la familia, el que, para más señas, sería a juicio incluso de sus propios laderos "un loco". Puede que el relato así supuesto sea un tanto exagerado, pero para buena parte de la ciudadanía es más creíble que el preferido por Cristina.

Hay un tercer relato. Por desgracia, es totalmente ficticio, ya que se basa en lo que Cristina pudo haber hecho, pero que no hizo, para que su gestión fuera exitosa y para que la terminara con un nivel de popularidad parecida a la ostentada por la chilena Michelle Bachelet y el uruguayo Tabaré Vázquez. Al iniciar el cuatrienio que le otorgó el electorado en octubre del 2007, optó por pedirle a Néstor abandonar por completo el escenario político, ya que ambos sabían que su proximidad socavaría su autoridad. En su primer gabinete no hubo lugar para ningún amigo de su marido sino que, para alivio de la ciudadanía, lo llenó de personas prestigiosas de procedencia diversa. Dialogó a menudo con los líderes opositores para consensuar "políticas de Estado". Todos los meses celebró una conferencia de prensa en que trató a los asistentes, incluyendo a los más críticos, con ecuanimidad respetuosa. Dio prioridad al fortalecimiento de las instituciones. A pesar de las protestas airadas de su marido, puso el patrimonio familiar en manos de fideicomitentes para minimizar la posibilidad de que lo afectaran las decisiones de su gobierno, para entonces emprender una campaña auténtica contra la corrupción. Se alejó de Hugo Chávez y compañía por haber tratado de interferir en la política local enviando valijas repletas de dólares "para la campaña" y se esforzó por asegurar que no quedaran dudas de su voluntad de que la Argentina se integrara plenamente al mundo democrático.

El primer relato es fruto de una lectura conspirativa de la historia nacional y mundial, pero no obstante ello lo toman muy en serio quienes militan en una franja ideológica influyente. El segundo relato, el que tal y como están las cosas podría verse adoptado por las próximas generaciones, es producto del repudio de sectores cada vez más amplios de la población al carácter atrabiliario y la beligerancia de Néstor Kirchner, además de la negativa de Cristina a liberarse de él para poder actuar como una presidenta de verdad. Una versión del tercer relato, el más fantasioso, para no decir surrealista, de todos, parecía factible por algunas semanas en el 2007 cuando la candidata Cristina insinuaba que, de triunfar por el margen amplio que se vaticinaba, se dedicaría a reparar las instituciones nacionales decaídas y trabajaría con denuedo para que la Argentina se pareciera más a Alemania, país que, afirmaba, le serviría de modelo, pero una vez concluido el trámite electoral la presidenta Cristina se encargó de dejarnos saber que sólo se trataba de una ilusión. Fue su modo de advertirle al país que su gestión podría resultar ser aún peor de lo que sus adversarios más despectivos se habían animado a prever.

JAMES NEILSON