El presidencialismo que nace en el debate por darles una organización unitaria a las trece colonias británicas de América del Norte descansa en la idea de Montesquieu de dividir el poder para poder controlarlo. Es el modelo madisoniano -por James Madison, uno de los padres fundadores de los EE. UU.- y refiere a la idea de que toda ambición por el poder puede ser contrarrestada por otra ambición. Resultado de ello fue un diseño institucional basado en un Ejecutivo separado del Legislativo, que a su vez debían ser elegidos de manera independiente, contando de ese modo con legitimidades diferenciadas. Además uno estaba orientado nacionalmente mientras el otro poder asumía las representaciones locales. La fórmula de balances y contrapesos entre ambos poderes es el rasgo más conocido. Asimismo esa fórmula es la más distorsionada cuando procedemos a la enseñanza de la teoría de la separación de los poderes al no remitirnos a los orígenes del modelo, sus fuentes doctrinarias, además de su operatividad dentro de lo que podemos llamar el presidencialismo realmente existente.
El presupuesto del esquema madisoniano, en el sentido de que la sola división del poder genera simétricamente un control mutuo, fue visto desde los inicios de sus días como un esquema donde el poder se comparte pero a su vez se compite por él. Dividir es competencia y ése es un reconocimiento "realista" a la inevitable lucha de ambiciones.
Esta cuestión de la competencia queda fuera de muchas lecturas, especialmente cuando se considera que la dinámica partidaria -o en todo caso de fuerzas parlamentarias que apoyan al titular del Ejecutivo- construye lo que se conoce en la literatura como gobierno unido. En ocasiones, de manera aislada y ahistórica, se afirma que el Parlamento tiene por función primordial además de producir leyes controlar la vida del Ejecutivo, sobre todo en sus excesos. La realidad nos dice que esto ocurre de manera excepcional: cuando se pone en movimiento cierta competencia por el poder que se traduce en obstruccionismo y/o chantaje. Siempre y cuando suceda un golpe de timón electoral -en nuestro país ocurrió en 1987, 1997, 2001 y en las más recientes elecciones de junio- o ante una fuerte división en la tropa oficialista. Por ejemplo, octubre del 2001 fue una combinación de ambas situaciones. Cualquiera de esos procesos da paso a un Parlamento de oposición.
Ciertamente, sólo cuando el Parlamento está dominado por las oposiciones -reales u oportunistas- es cuando surge algo semejante a un esquema de control. Allí es posible hablar del Parlamento que decide asumir cierto poder de policía. Vigilancia y control que nace de la competencia o, en términos madisonianos, de la lucha de ambiciones. Siendo insistente, esto ocurre cuando el presidente ha perdido el dominio de por lo menos una de la cámaras, en el que nace un gobierno semidividido, o si su suerte ha cambiado en las dos cámaras, lo que nos lleva a un efectivo gobierno dividido.
Experiencias de ese orden han generado un cuadro de inestabilidad institucional en gran parte del área latinoamericana. Países como Ecuador, Bolivia, Argentina, entre otros casos, son suficiente ejemplo para hablar de "inestabilidad sin colapso", a decir de Ana María Mustapic en un trabajo comparativo en el que muestra cómo esos problemas no necesariamente llevan al fin de nuestras democracias como ocurría en el pasado. Esta interpretación nos ayuda a morigerar ciertas críticas de otros tiempos que veían en esa inestabilidad el fin de la democracia misma. Juan Linz fue su principal exponente.
Ahora bien, esa competencia de un gobierno dividido o semidividido -como supone una primera mirada del cuadro de situación futura de la Argentina- habilita un poder presidencial que base su "competencia" en la práctica del veto. Algo así como un presidencialismo del veto. Primera cuestión: la razón de compartir y competir por el poder entre el Ejecutivo y el Legislativo se debe a que el primero cuenta con armas propias del segundo. Aun más, cuando el mundo parlamentario se encuentra dentro de un gobierno unido -mayoría legislativa que obedece al Ejecutivo- está en un escenario de canalización -vía negociación y debate- y ratificación -a través del voto- de las iniciativas legislativas provenientes de la casa presidencial. Ello no significa rebajar el Parlamento a una escribanía del Ejecutivo. Sólo es un reconocimiento a un proceso de complejización de las políticas públicas y de las lecturas y necesidades de las burocracias estatales, junto a la trama electoral-representativa que desdibuja el papel de cada legislador en particular -y consecuentemente de todo el cuerpo-. Hace mucho años Norberto Bobbio daba cuenta de los problemas que presenta para la democracia la complejidad técnica de toda administración estatal.
El futuro de la Argentina no necesariamente dará paso a un parlamentarismo de control ni inevitablemente a un presidencialismo de veto. Habrá sí un gobierno semidividido que se basará en la competencia entre los poderes como fue proyectado por Madison y otros hace más de dos siglos. Ése es el presidencialismo realmente existente.
GABRIEL RAFART (*)
(*) Profesor de Derecho Político de la UNC