Los apremios financieros de las provincias y los municipios, combinados con la imposibilidad de acceder a los mercados internacionales de crédito, derivaron en los últimos meses en la proliferación de iniciativas tendientes a incrementar la presión impositiva sobre diferentes sectores de la economía.
Con un rápido e incompleto pantallazo se comprueba que hubo movimientos en ese sentido en por lo menos siete provincias, con una combinación de aumentos de alícuotas, revaluaciones e incorporación de sectores exentos.
Que los estados necesitan de los impuestos para su existencia es una obviedad, aunque ya no lo son tanto los criterios utilizados para fijarlos.
En condiciones de estabilidad y con visiones de largo plazo se supone que los impuestos se establecen siguiendo criterios de justicia distributiva y de promoción de las actividades que el Estado en cuestión considere prioritarias. Pero en casos en los que lo urgente prevalece sobre lo importante (léase juntar plata como fuere) son otros dos criterios los que seducen a los administradores: el impuesto tiene que ser de recaudación fácil y rápida.
Por si alguno no se dio cuenta, esto último es lo que viene pasando en la Argentina desde que se tenga memoria, con el agravante de que los tres niveles del Estado se desempeñan totalmente alejados de cualquier atisbo de coordinación fiscal. La delirante versión argentina del federalismo, en la que todos están convencidos de que las provincias deben limitarse a esperar que la Nación les distribuya los recursos, condena desde hace tres cuartos de siglo a los estados del interior a una situación de servidumbre. Más allá de las responsabilidades de una larga lista de gobernadores por sus malas administraciones, es el esquema institucional el que lleva a esta situación, con particular agresividad en tiempos de vacas flacas.
A diferencia del Estado nacional, los gobernadores e intendentes no tienen a mano la posibilidad de recurrir a la pretendidamente inagotable caja previsional. Además, como receptores de las transferencias de coparticipación y otros fondos, son los primeros perjudicados a la hora de la concentración de recursos por parte de la administración nacional. El traspaso de servicios sociales de Educación y Salud sin la correspondiente autonomía financiera muestra por estos días un escenario que prenuncia un marzo del 2010 plagado de conflictos, con ministros que ya adelantaron su decisión de no moverse de los actuales niveles salariales.
De todos modos, es prácticamente impensable que se atraviesen los próximos doce meses sin una adecuación en los sueldos públicos, lo que lleva a considerar un cuello de botella clásico: el que paga no es el que recauda, ya que la Nación cuenta con los fondos y fija la política salarial, pero son las provincias las que concentran el grueso de los empleados públicos. Los gobernadores vienen comprobando desde hace más de un año que sus reclamos por una mejora en los niveles de transferencias por coparticipación no son tenidos en cuenta. Al margen de las declaraciones de ocasión de los funcionarios de turno, el año próximo será el tercero consecutivo en el que las provincias recibirán menos del 34% de piso del total de recursos tributarios que les garantiza la ley 23548.
La situación no deja demasiadas salidas: las transferencias nacionales seguirán evolucionando a un porcentaje inferior al de la inflación real, las posibilidades de financiamiento a través del mercado de capitales por el momento son nulas y las de recorte de gasto insuficientes para encarar el año con un mínimo de tranquilidad con un frente fiscal que, en coincidencia con la perforación del piso del 34% citado, ya avecina su tercer déficit anual conjunto.
El manual del secretario de Hacienda tiene la palabra salvadora: "impuestos". Por enésima vez, la urgencia por recaudar fácil y rápido sepultó cualquier análisis cualitativo. El menú es el de siempre: Ingresos Brutos, Patentes e Inmobiliario en sus dos versiones, urbano y rural.
De los tres, el primero es el blanco de las críticas de los especialistas que aún conservan la remota esperanza de que se supriman los llamados tributos "distorsivos". Se objeta su incidencia negativa por aplicarse en diferentes etapas pero, a diferencia del IVA, no computarse el crédito fiscal, lo que genera el denominado "efecto cascada". Las críticas a ese impuesto son generalizadas, pero ya se ha dicho que lo urgente puede más que lo importante: en lo que va del año, tres de cada cuatro pesos recaudados por la provincia de Buenos Aires corresponden a Ingresos Brutos. Quienes crean que ese gravamen será suprimido o modificado pueden esperar sentados.
Diferente es el análisis que los tributaristas hacen del Inmobiliario. Con variadas denominaciones, es un impuesto presente en prácticamente todos los países y nadie duda -siempre que se lo aplique con criterios razonables- de su aporte a la justicia distributiva. Se paga (o debería pagarse) en función del valor de la propiedad. En municipios de algunos países europeos, el impuesto inmobiliario llega a financiar casi el cien por ciento del gasto.
La realidad es bien diferente en el caso argentino, en el que el aporte del Inmobiliario a la recaudación global es poco menos que marginal: siguiendo con el ejemplo bonaerense, su aporte al fisco provincial es once veces menor que el que representa Ingresos Brutos.
Si se siguieran criterios de equidad para la sociedad y de federalismo para las administraciones sería inobjetable un incremento en las alícuotas y valuaciones inmobiliarias, a condición de una rebaja y/o eliminación de otros impuestos nacionales y provinciales.
Pero entre las urgencias y la falta de coordinación entre jurisdicciones, esa condición no se cumple. Se aumentan unos pero no se bajan otros. Es que para provincias acorraladas por el déficit fiscal y las demandas sociales, la necesidad tiene cara de impuesto.
MARCELO BÁTIZ
DyN