En Estados Unidos, los "progresistas" que se encolumnaron detrás de Barack Obama se suponen radicalmente distintos de los "neoconservadores" que influyeron tanto a George W. Bush entre el 2001 y el 2005, año en que, a pesar de haber sido reelegido, se vio obligado a convivir con un Congreso mayormente demócrata, pero la verdad es que los dos bandos tienen algo muy importante en común. Ambos propenden a sobreestimar la capacidad de su país para determinar lo que suceda en el resto del planeta. Mientras que los progresistas aún suponen que, por ser Estados Unidos el gran responsable de los males ajenos, un repliegue masivo de su parte ayudaría a curarlos, hasta que los traspiés que protagonizarían les enseñaran a ser más cautos, los neoconservadores pensaban que la superpotencia debería hacer uso de su superioridad física y, suponían, cultural y hasta espiritual para mejorar las perspectivas ante todo el género humano.
Desde hace más de dos siglos, la política exterior norteamericana oscila entre el intervencionismo y el aislacionismo. Por instinto, Bush fue un aislacionista, pero los atentados espectaculares de septiembre del 2001 lo obligaron a transformarse en un intervencionista. Algo similar le está ocurriendo a Obama. Como Bush antes de la demolición por guerreros santos sauditas de las Torres Gemelas neoyorquinas y un ala del Pentágono, Obama preferiría concentrarse en asuntos internos y dejar que los demás países se cocinaran en su propia salsa, pero sabe que dadas las circunstancias sería peligroso tratar de atrincherarse en Fortaleza América negándose a tomar en serio las amenazas planteadas por quienes dicen estar en guerra con Estados Unidos no sólo por lo que ha hecho sino también por lo que en su opinión es un imperio infiel cuya existencia misma les parece inaceptable. Como buen norteamericano, Obama atribuye la hostilidad extrema de los islamistas a la belicosidad de otro norteamericano, Bush. Parecería que para los productos de la cultura de Estados Unidos es casi imposible concebir que fenómenos como el resurgimiento del islamismo militante o del nacionalismo chino no sean efectos secundarios de las luchas políticas internas de su propio país.
De todos modos, lo mismo que otros presidentes norteamericanos como Bill Clinton y Bush, Obama ha aprendido que no es tan fácil como suponía congraciarse con el turbulento mundo musulmán. Clinton creyó merecer la gratitud de los islamistas por haber intervenido militarmente en los Balcanes para rescatar a sus correligionarios de las garras de los serbios que se habían propuesto eliminarlos. Resultó ser una ilusión. Bush imaginó que la "calle árabe" lo aplaudiría por haber destruido el régimen sanguinario de Saddam Hussein; pronto tuvo que darse cuenta de la magnitud de su error. Por su parte, Obama confió en que por tener muchos parientes musulmanes, por haber vivido en Indonesia cuando era un muchacho y por estar dispuesto a exagerar groseramente el valor de los hipotéticos aportes del islam a la evolución de Estados Unidos sería muy pero muy popular en todos los países del "gran Oriente Medio", pero parecería que el impacto de su carisma ha sido escaso. Por cierto, no ha impresionado demasiado a los islamistas iraníes, que lo tratan con desprecio, ni a los yihadistas de Afganistán y Pakistán. Desde el punto de vista de tales personas, la actitud conciliadora de Obama es un síntoma de debilidad que les convendría aprovechar.
En un intento de ser firme sin por eso parecer comprometido con una política exterior intervencionista, Obama acaba de ordenar el envío de 30.000 soldados más a Afganistán pero también dijo que comenzarán a retirarse a mediados del 2011. Se trata de una jugada arriesgada. Por un lado, el aumento de la cantidad de tropas ha enojado mucho a su propia base progresista cuyos integrantes temen que termine como Lyndon Baines Johnson, otro presidente demócrata que, por no querer salir de Vietnam abandonando a su suerte a sus aliados locales, adquirió una imagen internacional sumamente antipática como el responsable principal de todos los horrores de la guerra. Por el otro, al anunciar que la retirada se iniciará en menos de dos años, Obama informó a los talibanes que les sería suficiente aguantar hasta la fecha prevista. Como Johnson en su momento, apuesta a que para entonces los afganos mismos estén en condiciones de defenderse contra "la violencia bárbara de los fanáticos" que están procurando apoderarse de su país. Es posible que lo logren, ya que a diferencia de los comunistas del Vietnam del Sur de cuarenta años atrás no cuentan con el apoyo de un ejército regular bien entrenado y países tan poderosos como China y la Unión Soviética, pero en tal caso los métodos feroces que emplearían no serían considerados tolerables por sus socios occidentales.
Los dilemas ante Clinton y Bush parecieron menos angustiantes que el enfrentado por Obama. A Clinton le tocó estar en la Casa Rosada cuando aún se suponía manejable el desafío planteado por el islamismo militante; lo trataba como un problema meramente policial, lo que no le impidió cobrar fuerza. Bush reaccionó frente a los ataques a Nueva York haciendo gala del poderío militar estadounidense, pero en la segunda mitad de su presidencia asumió una postura similar a la adoptada por Clinton, con el resultado de que los asustados por su belicismo inicial, entre ellos los yihadistas iraníes, se recuperaron de su sorpresa para reanudar su ofensiva.
En cuanto a Obama, ya tiene motivos para temer que en los próximos años el desafío islamista alcance dimensiones pesadillescas, lo que haría si Afganistán cayera nuevamente en manos de una horda de salvajes fanatizados, Pakistán se hundiera en una guerra civil atroz e Irán se pertrechara de bombas atómicas.
Desgraciadamente para Obama, la pasividad ante lo que está sucediendo más allá de las fronteras de Estados Unidos no constituye una opción. Por su propia seguridad, la de sus compatriotas y la de los habitantes de países presuntamente amigos que, acostumbrados como están a depender del escudo protector norteamericano han perdido hasta la voluntad de defenderse de las amenazas externas, tendrá que hacer cuanto resulte necesario para frenar a los islamistas a sabiendas de que, si bien en América del Norte y Europa la mayoría está resuelta a aferrarse a la idea de que la forma más eficaz de desarmar a sus enemigos consistiría en convencerlos de que la paz -o sea, la ausencia de tropas occidentales- es siempre mejor que la guerra, la debilidad excesiva podría ser fatal.
JAMES NEILSON