El infanticidio es un delito aberrante en nuestra sociedad, mas no lo era en la Esparta antigua. A partir de este dato, ¿puede acusarse a una persona de "acatar" la ley que rige el comportamiento de "su sociedad" en un tiempo dado?
"Entender" y "comprender" son términos epistemológicos con muy distinto peso específico cada uno: un moderno historiador puede entender el porqué de la conducta de los espartanos descartando a los más débiles pero, como nunca la reproduciría por repugnarle la misma -precisamente por no pertenecer a tal sociedad-, difícilmente comprendiera su esencia, su sentido superior de protección del grupo. En esta diferente perspectiva de análisis reside buena parte del relativismo histórico.
Hemos planteado -en estas páginas- la existencia de dos subconjuntos sociales: uno, denominado normativo, compuesto por los aún incluidos en el sistema y que acatamos, por tanto, un orden legal; otro, designado antinormativo, conformado por aquellas personas ya excluidas -o en vías de serlo- que, por ello, comienzan a ignorar nuestro sistema legislativo, creando y agrupándose alrededor de sus propias normas o signos de identificación.
Esto no ocurre sólo entre marginales en libertad sino que puede apreciarse, muy claramente, entre los privados de este bien: vestimenta, lenguaje, ideología, hábitos y costumbres los identifican claramente como pertenecientes a una subsociedad diferente, con un rígido código propio.
Los excluidos -no por elección sino por falta de herramientas para insertarse y mantenerse en el sistema- no carecen, como erróneamente se cree, de ley sino que tienen una mucho más dura, simple y de rápida ejecución; del respeto a esas normas depende, en alto grado, como en cualquier otro conjunto, su supervivencia.
Amparados por estos cánones, desarrollan mecanismos tendientes a la conservación que son violatorios de nuestros preceptos: caen así en el uso y abuso de drogas, en la apropiación salvaje de bienes de los integrantes del otro subgrupo social, en la violencia física contra éstos pues es orgullo acabar con la vida de quien se percibe como enemigo (v.g.: un policía o alguna persona con mediano o alto poder adquisitivo), en el desprecio por los símbolos y ritos de la sociedad excluyente, etcétera. Luego de estos hechos, sin duda aberrantes para nuestra perspectiva, viene la huida al seno de la villa, la mimetización en el interior de su grupo de pertenencia.
Sabido es que entre los animales -y eso somos los humanos en última instancia- la invisibilidad que presta el grupo es estrategia defensiva; en este sentido es paradigmática la obra "La Perla", de John Steimbeck.
Otra táctica de igual eficacia es la huida para evitar el enfrentamiento. Esta última modalidad es la que parece haber adoptado, durante mucho tiempo, la subsociedad normativa. Claro que al final, cercados por el crecimiento incesante del subgrupo marginal, sin posibilidad de retroceso, todo animal -regido por la ley suprema de la conservación- se aviene al enfrentamiento más cruel: la defensa de la propia vida.
En esta pelea interviene, además de la destreza individual, el desarrollo de estrategias grupales; el sujeto inhábil, o el grupo ineficiente, es el perdedor y desaparece.
Una característica que la naturaleza no ha desarrollado entre los animales inferiores -siendo así inherente al humano- es la del sentimiento de desesperación, que es, exactamente, el que nos está invadiendo: palos de ciego, acusaciones cruzadas entre ciudadanos representantes de ambos subgrupos, solicitud de asistencia por un lado y de venganza por otro, etcétera. Lo único común a todas estas acciones es, así, la inacción más allá del discurso, siendo en esta pasividad donde reside el mayor peligro.
El enfrentamiento intersocial, la subyugación de un grupo por otro, forma parte indisoluble de nuestra esencia animal y deviene ineluctable; la cuestión no pasa entonces por evitar la conquista sino por pensar el modo de hacerla más humanamente. En este camino, la primera opción es -nuevamente- la educación, no sólo como mecanismo para brindar al sujeto herramientas de supervivencia sino, por sobre todas las cosas, para permitirle aprender, comprender e internalizar un sistema normativo y no otro distinto, quizás más primitivo.
Así, la existencia de un código común allana las diferencias; claro que el marco legal, como cualquier otra prescripción, sólo se aprende educando al individuo, con todo el riesgo que esto implica.
Se ha sugerido -desde ciertos ámbitos universitarios- que la educación también es "violencia" porque altera la naturaleza del sujeto; pero ello, aun si fuere cierto, es preferible a la violencia física y al estado de terror social en que nos hallamos inmersos.
Finalmente, entre la extrema violencia de un subconjunto que excluye y de la barbarie revanchista de los excluidos, sólo nos queda el puente que brinda la educación sobre el foso medieval de la ignorancia.
ALEJANDRO BEVAQUA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Médico. Especialista en Medicina Legal.
E-mail: bevaquaalejandro@hotmail.com