Lalo Mir les preguntó a los oyentes de su programa de radio qué recordaban sobre el auto que tenían sus viejos cuando eran chicos. Y recibió una catarata de respuestas muy lindas, nostálgicas, divertidas y llenas de un relato puro, de esos que se dan generalmente cuando uno vuelve el tiempo atrás y se encuentra con que muchos de esos recuerdos nos llenan el alma.
Se me ocurrió escribir esta columna a partir de esta idea simple pero que encierra muchas cosas y muestra realidades que cada uno vivió a su tiempo, unas mejores, otras no tanto, pero válidas por igual porque forman parte del inventario de la vida de cada uno.
Más que la marca del auto que hayan tenido mis padres cuando yo era chico, recuerdo que siempre fueron precarios, generalmente atados con alambre en una infancia en Catamarca donde el tránsito años atrás no era preocupación de nadie. Siempre empujando, no andaba el burro, eso nos decían, así que a empujar. Y como éramos familia numerosa, no había más remedio que bajarse y empujar.
La qué más recuerdo era una camioneta amarilla marca Gladiator, Jeep, que era fabricada por IKA-Renault. En esa camioneta hacíamos viajes cortos, siempre con la necesidad de empujar y siempre que no se le ocurriera a una goma jugarnos una mala pasada y dejarnos a pie, porque generalmente en mi casa las ruedas de auxilio brillaban por su ausencia.
Y recuerdo también que muchas veces nos quedábamos sin nafta. Nunca supe si en realidad para mi viejo eso era un deporte o un sinónimo de andar siempre con lo justo. Lo que tengo en claro es que ya no era casualidad, porque sucedía siempre.
Cuando dejamos nuestra provincia y nos mudamos a Río Negro, el primer vehículo era un Rambler Cros Country, estampado en reluciente cromado en los costados del auto. Entraba un ejército en ese auto, aunque también un féretro porque se usaban para llevar muertos en las funerarias. Con ese hicimos también muchos viajes, pero nunca cómodos, porque además de la familia numerosa, siempre había algún invitado a viajar. Eso sí, lo que mi padre nunca dejó de lado fue que había que seguir empujando por los históricos problemas de burro. Encima, con un auto con motor grande, las quedadas sin nafta eran más frecuentes aún.
El auto de los padres de una amiga era un fitito celeste, el glorioso Fiat 600, que parecía y es chiquitito, pero entraban tantos como uno pudiera imaginar. Y si uno lo traslada en el tiempo, a la actualidad con autos más grandes y confortables, no logra explicarse cómo en un Fiat 600 entraban padres, hijos, abuelos y si era necesario alguna mascota. Los de atrás llegaban generalmente aplastados y con un calor tremendo, porque todo el calor del motor del fitito, que estaba en la parte trasera, llegaba también a los traseros de los que iban sentados allí.
Pasaba lo mismo con el endeble y a la vez interminable Citroën. Parecía frágil, era frágil de chapa el 3CV, pero llegaba donde otros no podían. Eso sí, apenas subían los cuatro de rigor, quedaba a muy pocos centímetros del piso.
En frente de mi casa vivía una prolija familia, con mejor pasar económico, que aparecieron con su primer auto. Un Chevy color café con leche, techo vinílico, en el solían subir todos, también familia numerosa y el gordo amigo nuestro, impecablemente vestidos y recién bañados. Ese auto no se bancaba ni una cagada de pájaro, porque en segundos estaba media familia con varios aerosoles en mano, dejando el auto como recién salido de fábrica.
Pequeñas historias, recuerdos de autos, de poder adquisitivo, de miserias, de gitaneadas, que quedaron grabadas en nuestras mentes y en nuestros corazones.