| El intento del emirato de Dubai de “reestructurar” parte de la deuda de sus empresas financieras agitó los mercados internacionales no tanto por la magnitud del monto involucrado, de “sólo” 60.000 millones de dólares, cuanto por el temor a que detrás de las pantallas estadísticas reconfortantes que se han erigido se oculten muchas burbujas más que podrían estallar en cualquier momento. Puede que sea escasa la importancia de lo que acaba de suceder en Dubai, un lugar desértico donde la familia gobernante se las ingenió para crear un emporio comercial y hotelero opulento en un lapso sumamente breve, posibilitando así un boom inmobiliario equiparable con los de Estados Unidos y el sur de España, pero, si tienen razón los pesimistas, el sistema financiero mundial aún dista de haberse purgado de los valores tóxicos que hace poco más de un año lo dejaron casi paralítico.Para los escépticos, la transformación en apenas veinte años de Dubai de un feudo medieval en un centro turístico y financiero rutilante, una especie de Disneylandia del Golfo Pérsico que muchos nuevos multimillonarios encontraron irresistible, siempre fue un espejismo que tarde o temprano se esfumaría, pero lo mismo podría decirse de buena parte de la economía internacional actual que depende de la confianza de los dispuestos a arriesgarse gastando e invirtiendo. Fue por eso que el colapso, el año pasado, del banco de inversión Lehman Brothers tuvo un impacto tan destructivo. Conscientes de que otras instituciones podrían compartir su suerte, decenas de millones de personas modificaron su conducta reduciendo su consumo y, en cuanto pudieron, sus deudas, con consecuencias nefastas para el conjunto. Mal que les pese a los moralistas, sin cierto grado de especulación ninguna economía podrá prosperar por mucho tiempo. Una proporción sustancial de los esfuerzos productivos del mundo se dedica a la fabricación de bienes que en última instancia son prescindibles pero que así y todo los consumidores quieren adquirir por motivos subjetivos. Por lo tanto, de persistir, el realismo puritano que se puso de moda en muchos países avanzados en los meses que siguieron a la implosión financiera plantearía un mayor peligro a la economía mundial que los tan criticados excesos de los banqueros. Al fin y al cabo, si virtualmente todos actuaran con sensatez, negándose a comprar cosas que no necesitan o a arriesgarse invirtiendo en países de antecedentes dudosos, las víctimas incluirían no sólo a pequeños emiratos arenosos como Dubai sino también a gigantes como China, cuyo “milagro” fue posibilitado en buena medida por la voluntad de los norteamericanos y europeos de endeudarse para comprar productos fabricados en China pero diseñados en Estados Unidos o la Unión Europea. Se prevé que de resultas del traspié de Dubai los inversores más influyentes del Primer Mundo opten por privilegiar “la calidad”, es decir, los mercados en su opinión más seguros de los países desarrollados en que se supone que los controles son más rigurosos y la seguridad jurídica algo más que una expresión de deseos. De ser así, la Argentina estará entre los países perjudicados, lo que planteará problemas muy graves al gobierno kirchnerista que está tratando de volver a los mercados de capitales, de ahí su voluntad de reanudar las negociaciones con los muchos acreedores que se negaron a entrar en el canje propuesto en el 2004 por el en aquel entonces presidente Néstor Kirchner. También podrían verse afectados Brasil y México, donde las bolsas reaccionaron ante la suspensión de pagos de Dubai con fuertes caídas: si bien a diferencia de los países ricos, en especial los europeos, no han prestado grandes cantidades de dinero a las financieras del emirato, por su condición de países considerados un tanto riesgosos son vulnerables ante cualquier síntoma de nerviosismo en zonas calificadas de “emergentes”. Acaso la única forma que tendrían los países latinoamericanos de defenderse contra los efectos secundarios del estallido de burbujas ajenas consistiría en mostrarse tan seguros jurídicamente como los que, con razón o sin ella, podrán aprovechar el repliegue hacia “la calidad”. Puede que por fin nuestro gobierno haya comenzado a entender esta verdad antipática, pero por desgracia ya es tarde para que actúe en consecuencia. | |