Si por estos días un municipio cualquiera inicia un proceso de elaboración o de reforma de su Carta Orgánica, es muy probable que los partidos políticos pujen por ver quién presenta las mejores propuestas de democracia semidirecta y la incorporación de modernos institutos orientados a promover la participación de los vecinos en la toma de decisiones.
Así ocurrió en Bariloche hace tres años, cuando por unanimidad y con exaltada redacción los convencionales incluyeron en la nueva COM algunos cambios de esa índole, como una mayor facilidad para el uso de la revocatoria de mandato o la iniciativa popular, y muy especialmente la incorporación del Presupuesto Participativo (PP).
El artículo que consagra este último principio establece "el carácter participativo del presupuesto" y lo define como un instrumento que "ayuda a la priorización de las demandas de la ciudad a través de la intervención directa, voluntaria y universal de la población en las decisiones referentes al destino del presupuesto municipal...". En realidad el presupuesto participativo ya había tenido un tímido ensayo, bajo la gestión del ex intendente Alberto Icare, quien aún sin tener un encuadre normativo formuló una exitosa convocatoria de vecinos, llegó a definir una grilla de proyectos, pero falló en su ejecución.
Luego de la reforma de la Carta, una ordenanza indicó que el PP buscaría "brindar un canal de participación ciudadana a fin de generar mayor compromiso de los vecinos con la ciudad", con loables objetivos como los de "mejorar el cumplimiento de las normas tributarias y promover valores de solidaridad y justicia social". Algunos concejales intuyeron alguna maniobra demagógica y quisieron ponerle cifras al asunto. Por otra norma incluyó la obligación de destinar al PP el 7% de lo recaudado por la tasa de Servicios, Inspección Seguridad e Higiene, la coparticipación y las regalías.
Pero para frustración de los vecinos que participaron en los dos procesos de elaboración y votación de proyectos desarrollados en 2007 y 2008, el municipio incumplió esa obligación en forma sistemática. Tomada la decisión política de hacerlo a un lado, este año el programa del PP entró en un forzado paréntesis y ya no hubo selección de proyectos. En la misma línea, el presupuesto 2010 que elaboró el Ejecutivo apenas reserva $324.000 para darle un mínimo funcionamiento y otros 3,5 millones para cumplir con una parte de las obras atrasadas.
Si aplicara el 7%, el gobierno tendría haber destinado al PP el año próximo una suma no inferior a los 5,6 millones de pesos.
Los motivos invocados para ese renunciamiento son la caída de ingresos y los sofocos que impone un déficit operativo difícil de domar. Pero esa explicación no alcanza a justificar la violación de la letra expresa de la ordenanza y menos aún el "espíritu" inequívoco contenido en la Carta Orgánica.
El mensaje: la participación es simpática y deseable en tiempos de bonanza, pero si llega la crisis pasa al archivo. Y los programas de gasto con prioridad estricta de ejecución serán los elaborados en los despachos del poder, no los ordenados luego de la discusión, el análisis y el voto directo de los ciudadanos.
Ese desprecio que comparten por igual el gobierno de turno y quienes deberían controlarlo impone el debate sobre cuánto de genuino hay en las declamaciones que suele enarbolar la corporación política cuando se trata de discutir en abstracto sobre "el modelo" de gestión. En esos casos todos suelen ser progresistas y participativos. Pero les cuesta tomar nota de la grave deuda social que acumulan no sólo con las demandas materiales desatendidas sino con estos espacios clausurados.
No es casual que la audiencia pública del presupuesto 2010 sólo haya convocado a tres oradores, y los tres eran consejeros del PP en los barrios del Oeste. La mengua del interés ciudadano por participar en esos foros habla de un convencimiento general sobre la inutilidad de cualquier esfuerzo por torcer las decisiones ya tomadas. Uno de los consejeros dijo ese día que -al vaciar de contenido al PP- el actual gobierno desnuda su "linea ideológica", y la caracterizó como una vocación por "desactivar la participación ciudadana" y privilegiar una administración de los recursos "cada vez más autocrática".
¿Ese sesgo es atribuible a una súbita retracción del impulso participativo y democratizador? ¿O está allí el pensamiento real de la corporación política, y cualquier signo de apertura es apenas una concesión de circunstancia sin compromiso alguno?
A esta altura, es evidente que los tropiezos del presupuesto participativo se deben a que su incorporación a la normativa fue una imposición "desde arriba" al calor de los discursos de moda, antes que un producto de la movilización popular. Revertir ese defecto de origen sería entonces su única salvación.