Tanto aquí como en todos los demás países, cuando la economía marcha bien el gobierno de turno lo atribuye a los méritos de su propia gestión, pero si anda mal, insiste en que las causas deberían buscarse en los errores que en su opinión fueron cometidos por el anterior. Aunque al difundirse una sensación de prosperidad la ciudadanía propende a tomar en serio la versión oficial, de prolongarse una crisis pronto se cansa de quienes dicen que todo se debe a "la herencia". Desgraciadamente para el presidente Barack Obama, Estados Unidos no constituye una excepción a esta regla universal. Según las encuestas más recientes, son cada vez menos los norteamericanos que culpan al gobierno del ex presidente George W. Bush de los problemas gravísimos de la economía de su país y cada vez más los que se afirman convencidos de que la gran responsable de sus penurias es la administración de Obama, razón por la que su índice de popularidad ya ha caído por debajo del 50%. Que ello haya ocurrido puede considerarse injusto, pero también lo sería suponer que el desastre financiero se debió exclusivamente a la torpeza de los republicanos de Bush. La debacle fue en buena medida la consecuencia acaso inevitable de la burbuja inmobiliaria provocada por políticas sociales de apariencia generosa destinadas a asegurar que todos, incluyendo personas sin recursos económicos o cualquier posibilidad de conseguirlos, pudieran acceder a créditos suficientes como para permitirles comprar una vivienda. Por motivos evidentes, desde los años setenta ningún gobierno estadounidense ha querido arriesgarse tomando medidas para poner fin al torrente de crédito fácil que la mayoría de los norteamericanos terminó creyendo que era perfectamente normal, de ahí el endeudamiento fabuloso del Estado, de muchas empresas y de decenas de millones de personas.
Obama está bajo ataque tanto por los habituados a pensar sólo en el corto plazo que están criticándolo con acerbidad por no haber logrado impedir que la tasa de desempleo superara el 10% como por aquellos que se preocupan por el largo plazo. A juicio de éstos, la estrategia supuesta por inundar la economía de dinero mediante "paquetes de estímulo" gigantescos no podrá sino conducir a nuevos desastres en el futuro próximo. Dicen que, por ser el sobreendeudamiento la raíz del problema, es insensato tratar de resolverlo endeudándose todavía más. Quienes piensan así no se sienten del todo convencidos por el crecimiento macroeconómico que se ha registrado últimamente en Estados Unidos ni por la exuberancia de las bolsas de Wall Street y sus equivalentes en el resto del mundo, incluyendo la porteña, puesto que lo que está sucediendo les hace recordar los años de euforia generalizada que precedieron la implosión de Lehman Brothers y otras instituciones colosales que, conforme a muchos economistas, pusieron el sistema financiero internacional al borde de un derrumbe mucho más destructivo que el que efectivamente ocurrió.
Por desgracia, no es meramente teórico el debate que están celebrando por un lado los que creen que si los gobiernos más importantes siguen endeudándose más para apoyar a los bancos grandes y, a través de ellos, a otras actividades, la economía mundial podrá recuperarse para entonces disfrutar de un período prolongado de crecimiento sostenible y por el otro los persuadidos de que está inflándose una nueva burbuja aún más grande que la que se pinchó el año pasado. De estar en lo cierto los convencidos de que si bien las medidas que se han tomado han atenuado el impacto inmediato de la crisis, lo han hecho a un precio que resultará ser sumamente elevado, en especial para las nuevas generaciones que tendrán que encargarse de las deudas acumuladas por la actual. Aunque antes de estallar la crisis financiera del año pasado los norteamericanos se habían convertido en los consumidores más entusiastas y menos previsores del planeta, la cultura económica en su país no ha dejado de ser conservadora, motivo por el que tantos se sienten asustados por la voluntad de Obama y sus colaboradores de continuar aumentando un gasto público que ya le parece excesivo a la mayoría emprendiendo una reforma ambiciosa, y con toda seguridad muy costosa, del sistema nacional de salud.