| Puesto que ya han transcurrido casi seis años y medio desde que Néstor Kirchner inició su gestión, sería realmente sorprendente que su esposa y sucesora se pusiera a hablar de la necesidad urgente de modernizar nuestra base industrial, de reducir la presencia económica del Estado porque hay que "dar paso a una sociedad basada en la inteligencia, en la libertad y en la responsabilidad" y de comprender que "años de precios altos" de materias primas crearon "la ilusión de que las reformas estructurales podían esperar". Si bien es factible que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner entienda que en muchos sentidos nuestro orden socioeconómico es penosamente anticuado, está tan comprometida con el pensamiento populista tradicional que sería inútil pedirle asumir una postura similar a la del presidente ruso Dimitri Medvedev, quien hace poco en su discurso anual a la nación exhortó a sus compatriotas a romper con un pasado plagado de fracasos para emprender las reformas liberales que a su juicio son imprescindibles. A pesar de haber llegado a la presidencia de su país merced al apoyo de su antecesor Vladimir Putin, Medvedev sabe que es peor que inútil oponerse al capitalismo contemporáneo por motivos nacionalistas o ideológicos, de esta forma consolidando un statu quo nada satisfactorio. Como dijo ante el Congreso: "No debemos vanagloriarnos. Nos interesan el flujo de capitales, las nuevas tecnologías y las ideas modernas". En las décadas últimas, Rusia y la Argentina han seguido caminos similares, por tratarse de países ricos en materias primas que han perdido terreno en el mundo en buena medida por el apego de sus respectivas clases dirigentes a esquemas desactualizados. Aunque la caída del país que heredó la mayor parte de la difunta Unión Soviética ha sido mucho más vertiginosa y más traumática que la experimentada por la Argentina, comparten la propensión a aferrarse a lo propio y por lo tanto a resistirse a integrarse plenamente al sistema internacional. Asimismo, los gobernantes de ambos países se permitieron engañar por la bonanza que les supuso "el viento de cola" poderoso que sopló hasta aproximadamente un año y medio atrás, ya que atribuyeron la prosperidad de los sectores beneficiados a su propia habilidad y, en vez de aprovechar la oportunidad para mejorar las perspectivas llevando a cabo reformas estructurales, la trataron como un pretexto para negarse a emprender cambios importantes. La Unión Soviética legó a Rusia no sólo lo que Medvedev calificó de "una base industrial envejecida" y "una sociedad arcaica, en la que el dirigente regula y establece todo", sino también algunos privilegios propios de una gran potencia, como lugares en el Consejo de Seguridad de la ONU y en agrupaciones económicas como el G-8 y en el G-20. Del mismo modo, nuestro país forma parte de la elite supuesta por el G-20 debido a lo hecho antes de que el colapso de fines del 2001 y comienzos del 2002 nos proporcionara un baño de realidad muy frío. Felizmente para los gobiernos de Medvedev y Cristina, los organismos de dicho tipo suelen perpetuarse, de suerte que es escaso el riesgo de que un país miembro se vea expulsado por no contar con las dimensiones económicas y el nivel de desarrollo adecuados. Medvedev quiere que Rusia consiga erigirse en una superpotencia auténtica, no una honoraria cuyo estatus internacional dependa de las ilusiones de medio siglo atrás. En vista de las dificultades enormes que enfrenta su país, es poco probable que lo logre. Nuestras ambiciones son más modestas, pero, puesto que aún no tenemos que preocuparnos por los problemas demográficos y étnicos gravísimos que conspiran contra las aspiraciones rusas, resultan en principio alcanzables. Por cierto, la Argentina debería de estar en condiciones de ser nuevamente el país más avanzado y más próspero de América Latina, uno que no tuviera por qué sentirse el furgón de cola de la locomotora brasileña, pero para superar el pesimismo resignado que impera desde el 2001 convendría que el gobierno adoptara una actitud descarnadamente "autocrítica" parecida a la de Medvedev, un mandatario que, es evidente, sabe muy bien que, para comenzar a remediar los problemas estructurales, hay que reconocer que efectivamente existen y que solucionarlos requeriría muchísimo esfuerzo. | |