Hasta hace muy poco, los disconformes con leyes destinadas a regular la conducta sexual de la gente querían abolir el matrimonio por suponerlo una institución represiva propia de épocas menos esclarecidas que la suya. En su lugar proponían el amor libre, sin ataduras de ningún tipo. Pero desde entonces mucho ha cambiado. Los más progresistas ya no quieren abolir el matrimonio, el que de todos modos está cayendo en desuso en muchos lugares del mundo desarrollado, sino hacerlo más inclusivo, con el resultado un tanto paradójico de que, si exceptuamos a los presuntamente célibes jerarcas de la Iglesia Católica, quienes reivindican con más fervor las bondades del matrimonio tradicional son militantes homosexuales que, no conformes con los beneficios que les ha supuesto la "liberación sexual", están luchando por el derecho a casarse con sus congéneres. Dicen que negarles dicho privilegio es terriblemente injusto.
Comparte su punto de vista la jueza porteña Gabriela Seijas. A juicio de la nueva heroína de la causa "gay", las leyes que impiden que dos personas del mismo sexo se casen son tan perversas como las de los nazis que prohibían el matrimonio "entre judíos y súbditos de sangre alemana o asimilables", razón por la que ordenó al Registro Civil porteño aprobar la boda de Alex y José. Según la misma lógica, la monogamia es igualmente mala, de suerte que deberían permitirse la poligamia y la poliandria. No extrañaría que los resueltos a consignar al tacho de basura lo que aún queda de las viejas normas pronto comenzaran a militar en pro de la poligamia en nombre del multiculturalismo.
Para sorpresa de muchos, al intendente de la Capital Federal, Mauricio Macri, le gustó el fallo de Seijas. Cree que ha dado a la metrópoli que procura gobernar un toque de modernidad, ya que en su opinión tarde o temprano el mundo entero abandonará los prejuicios discriminatorios que tanto han molestado a los homosexuales. ¿Lo hará? Es posible, pero también lo es que se produzca una reacción masiva contra el clima de permisividad que se ha generalizado a partir de la Segunda Guerra Mundial porque los resultados concretos han sido tan negativos.
Los éxitos que se han anotado los militantes homosexuales en su batalla contra la noción de que el matrimonio tiene algo que ver con la capacidad de una pareja para tener hijos propios no adoptados, para entonces formar un hogar y criarlos, se deben a que para muchos, acaso la mayoría, el matrimonio carece de importancia. Abundan las uniones informales, algunas de las cuales son pasajeras y otras tan duraderas como cualquier matrimonio tradicional, mientras que son cada vez menos los que pensarían en discriminar a los hijos resultantes: tal y como están las cosas, podría imaginarse un día en que los únicos que opten por casarse sean parejas "gay". De no haber sido por la indiferencia social así reflejada, la campaña homosexual por el casamiento de personas del mismo sexo no habría prosperado en ninguna parte, ni siquiera en los barrios más relajados de Amsterdam antes de que hicieran sentir su presencia musulmanes de mentalidad muy pero muy conservadora.
Fue sin duda natural que, al reducirse el poder de organizaciones religiosas basadas en revelaciones que los irreverentes encontraron inverosímiles y en teorías teológicas imaginativas, se reformaran códigos legales cuya autoridad dependía de su supuesta inspiración divina, pero quienes se encargaron de actualizarlos no pudieron prever lo que andando el tiempo sucedería.
La desacralización de todo lo vinculado con el sexo y la eliminación de los tabúes lingüísticos -o sea, del pudor- entronizaron el hedonismo despreocupado que es característica de las sociedades occidentales modernas en que es tan fuerte la voluntad de divertirse mientras aún haya tiempo que pocos se preocupan por el futuro. Aunque alusiones al sexo se han hecho ubicuas, tales sociedades son relativamente estériles. Según las proyecciones demográficas, dentro de apenas un siglo pueblos como el italiano, el español, el alemán y el japonés estarán en vías de extinción. Si bien lo ignoran, todo hace sospechar que ya están celebrando su fiesta de despedida. Se trata de una consecuencia quizás inevitable de una cultura que antepone el carpe diem, la voluntad de subordinar todo a los caprichos inmediatos de cada uno, a los intereses a largo plazo de la comunidad.
Pues bien: desde la antigüedad, los historiadores más influyentes han vinculado el hedonismo con la decadencia. Casi todos reivindicaban la libertad, pero advertían que podría resultar peligrosa a menos que estuviera acompañada por un sentido muy fuerte de responsabilidad hacia la sociedad en su conjunto y también hacia las próximas generaciones. A juzgar por lo que está sucediendo en el mundo, los países más poderosos de Occidente pueden estar a punto de confirmar la tesis pesimista de los convencidos de que son poco promisorias las perspectivas frente a aquellas sociedades en las que casi todos se entregan al consumo de bienes materiales y hacen valer con vigor su derecho a disfrutar plenamente de los placeres físicos más accesibles sin respetar ninguna regla anticuada.
La gran crisis financiera que fue provocada por el endeudamiento excesivo de decenas de millones de personas en América del Norte y Europa es una señal alarmante de que estamos acercándonos al fin de una etapa. También lo es la resistencia a entender que el envejecimiento demográfico no puede sino obligar a los gobiernos de los países más afectados a cambiar radicalmente sus sistemas previsio-nales.
De por sí, la aspiración de los homosexuales militantes a casarse legalmente no constituiría un problema muy grave si no fuera porque acarrea el desprestigio de una institución que durante milenios ha servido para dar una ilusión de estabilidad en un mundo siempre cambiante. Éste no sería el caso si se conformaran con una unión civil y reformas legales que les aseguraran los mismos derechos económicos que los casados según las pautas tradicionales, pero puesto que toman la palabra "igualdad" por sinónimo de "uniformidad", parecería que están más interesados en asestar un golpe contra quienes prefieren conservar el sistema existente y los restos de la cultura que lo formó que en borrar los últimos vestigios legales que fueron dejados por la hostilidad milenaria hacia la orientación sexual particular que están decididos a reivindicar.
JAMES NEILSON