Las estratagemas diseñadas desde el poder para mantenerlo y preservarlo del acoso de rivales reales o imaginarios, son infinitas. La invención de frondosas teorías conspirativas es una de las más remanidas. Pero cuando se repiten en forma obsesiva y reiterada terminan desgastándose y se vuelven contra sus propios autores. En Venezuela y Argentina hemos tenido recientemente dos ejemplos notables que desnudan y dejan en ridículo a sus diseñadores.
"Señor comandante de la guarnición militar, batallones de milicia, vamos a adiestrarnos; estudiantes revolucionarios, trabajadores, mujeres, todos listos para defender esta patria sagrada que se llama Venezuela". El presidente Hugo Chávez se enfrenta a unas elecciones legislativas en el 2010 que lo encuentran con su popularidad mermada. La elevada inflación, la caída en las exportaciones petroleras y la creciente inseguridad en las calles de Caracas han provocado una caída de imagen que, según todos los indicios, pretende contrarrestar con un llamado nacionalista a "prepararse para la guerra", por una supuesta agresión de Estados Unidos desde territorio colombiano.
Las bravatas de Chávez fueron precedidas por unas exageradas afirmaciones de su mentor Fidel Castro quien, en un artículo publicado en la web, sostiene que "para cualquier persona medianamente informada" el Acuerdo de Cooperación militar entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos supone "la anexión de Colombia a Estados Unidos". Esta sobredramatización de los conflictos, para reducirlos a un esquema binario donde no existe otra alternativa que elegir entre el bien y el mal, es el recurso retórico preferido usado desde antaño por el vetusto populismo latinoamericano.
En realidad nadie cree que Chávez vaya a iniciar una guerra contra Colombia, pero no es la primera vez que caudillos populistas, desgastados por los conflictos internos, pretenden galvanizar la opinión pública alrededor de banderas nacionalistas. El ejemplo del general Leopoldo Galtieri y la guerra de las Malvinas con el Reino Unido en 1982 está demasiado fresco como para no ver con preocupación estos disparatados llamamientos.
Quienes, desde la izquierda, valoran los avances de la "revolución bolivariana" en el terreno de las conquistas sociales, no deberían perder de vista los costos humanos que tienen las aventuras bélicas nacionalistas que terminan convirtiendo en carne de cañón a los sectores más humildes de la población. Como recomendaba un personaje del libro "En nombre de la rosa", "huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia y a veces, en lugar de la propia".
Paralelamente al sainete venezolano, en la Argentina la CGT se vio abocada a la convocatoria -y precipitada desconvocatoria- de un acto público en defensa del gobierno después de que la presidenta denunciara que los últimos reclamos en las calles estaban "organizados" y "amplificados". Aunque en el fárrago de la política argentina el episodio ya ha quedado reducido a una pequeña anécdota, sirve para evidenciar el desgaste a que se ven sometidas las teorías conspirativas que en la Argentina alcanzaron valor de verdad absoluta cuando el "ánimo destituyente" fue certificado por los intelectuales oficialistas que se reúnen en Carta Abierta.
Ahora ha sido un señalado representante de la centroizquierda, el dirigente de la CTA, Hugo Yasky, quien tomó distancia del discurso oficialista sobre el supuesto plan de desestabilización. "La conflictividad social es una consecuencia de los tiempos que vivimos, pero de ninguna manera una situación apocalíptica como la quieren ver algunos. No me parece nada como para elaborar teorías conspirativas afiebradas". Las declaraciones de Yasky, poniendo en ridículo las tesis destituyentes, son significativas porque la conducción de la CTA venía manteniendo un sólido alineamiento con las políticas del gobierno.
El uso abusivo de las teorías conspirativas, luego de esta comedia de enredos, ha quedado manifiestamente desacreditado. Hasta ahora ha servido para colocar anteojeras ideológicas en los restos deshilachados de militantes de la "causa nacional y popular". Como señala acertadamente Jorge Sigal, "frente a la posibilidad de un golpe de Estado, de la restitución del "viejo régimen", del retroceso histórico, ¿quién se detiene en sutilezas como la corrupción o las formalidades democráticas? Sin embargo, de aquí en adelante, resultará más difícil refugiarse en la gastada retórica suministrada por las usinas del poder. Probablemente serán más lo que se decidan a juzgar a los dirigentes por sus propios actos, medidos desde el baremo universal de la democracia.
ALEARDO F. LARÍA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y periodista