| Puede que sólo se haya tratado de un cambio táctico y que sus motivos hayan tenido más que ver con su voluntad de figurar como una "progresista" que con su eventual preocupación por lo que está sucediendo en el país, pero así y todo la decisión de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de cancelar, o cuando menos postergar, la movilización oficialista que se previó para el 20 de noviembre, ha contribuido a hacer levemente más respirable el clima social. Por cierto, de agravarse mucho más la tensión que han provocado últimamente paros salvajes que afectan a millones de personas, marchas callejeras protagonizadas por sujetos encapuchados armados de palos y las diatribas ya rutinarias de voceros presuntamente oficiales, sería un auténtico milagro que el país no experimentara un estallido social en gran escala. Con todo, parecería que a diferencia de su marido, el ex presidente Néstor Kirchner, Cristina entiende muy bien que no le convendría en absoluto que la ciudadanía creyera que su gobierno depende del apoyo de personajes tan desprestigiados como Hugo Moyano y Luis D´Elía. Lejos de mostrar que los Kirchner cuentan con el respaldo del "pueblo", concentraciones como la que estaban organizando el camionero y el piquetero sólo servirían para llamar la atención a su aislamiento de buena parte del país. A Cristina no puede gustarle que el gobierno que encabeza esté adquiriendo un perfil que es cada vez más derechista, ya que siempre ha querido brindar la impresión de ubicarse en la mitad izquierdista del mapa político. Sin embargo, su aliado principal, Moyano, procede del lopezreguismo, y entre los demás pesos pesados de la CGT están individuos que en los años setenta estaban más que dispuestos a colaborar con el régimen militar en su lucha despiadada contra Montoneros y organizaciones como el ERP marxista. Por si hubiera dudas al respecto, el adjunto de Moyano en la CGT, el metalúrgico Juan Belén, no vaciló en calificar de "zurda loca" a la CTA que, según él, es manejada "desde afuera". Dicho de otro modo, de celebrarse la manifestación pro-kirchnerista tal y como quería Moyano, los blancos de sus consignas y diatribas no se limitarían a los destituyentes supuestamente oligárquicos sino que también incluirían a izquierdistas que están reclamando la democratización del movimiento sindical. Aunque a veces los Kirchner han dado a entender que están en favor de reemplazar el sistema imperante que se inspiró en el creado por la dictadura fascista italiana por otro menos autoritario, no se han animado a hacerlo porque temen la reacción, la que con toda seguridad sería violenta, de los barones de la CGT. Nadie ignora que la agitación que mantiene en vilo al país y que amenaza con provocar una situación incontrolable es en buena medida obra de Néstor Kirchner. Abandonado por el electorado, el ex presidente está resuelto a hacer valer la capacidad para dominar la calle de sindicalistas y piqueteros subsidiados por el gobierno. Tal estrategia podría funcionar si los oficialistas monopolizaran la violencia, pero sucede que abundan agrupaciones rivales aguerridas, todas izquierdistas, que están listas para pelear por el control de los espacios públicos. Por lo demás, la política impulsada por el ex presidente Kirchner no sólo plantea el peligro de que se produzcan enfrentamientos sanguinarios similares a los de los años setenta, sino que también entraña el riesgo de que la violencia callejera interminable provoque una reacción ciudadana aún más masiva que la que puso fin a la gestión presidencial de Fernando de la Rúa. Es posible que Cristina se haya dado cuenta de que la estrategia promovida por su marido no le permitiría continuar gobernando hasta diciembre del 2011 y que por lo tanto haya decidido intentar frenar a Moyano, D´Elía y compañía antes de que fuera demasiado tarde. Así y todo, a pesar de que con escasas excepciones los líderes opositores insisten en que nada les complacería más que colaborar con el gobierno para que los dos años próximos transcurran en el marco de la Constitución nacional, la conducta beligerante de su marido y la prepotencia de sus aliados circunstanciales hacen temer que la presidenta no pueda asumir una postura lo bastante conciliadora como para impedir que, una vez más, el destino político del país sea decidido en la calle. | |