Ha transcurrido más de un cuarto de siglo desde que el país se reencontró con la democracia. Aunque virtualmente todos juran preferirla a cualquier alternativa autoritaria, a algunos les cuesta disimular el fastidio que sienten por una modalidad que a su entender es propia de mediocres. Entre los más reacios a perder el tiempo buscando el fuego fatuo del consenso, pactando con adversarios, participando de debates interminables, soportando críticas y, en efecto, cogobernando con quienes no comparten sus puntos de vista, están la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido. Como muchos que rinden culto al "relato" por suponer que en última instancia la realidad misma, en cuanto es posible discernirla, importa menos que su propia interpretación de lo que está sucediendo, los Kirchner parecen imaginarse integrantes de una pequeña elite ilustrada y que los demás son víctimas de un engaño colectivo. Todo hace pensar que, al igual que miembros de sectas por lo común izquierdistas proclives a la violencia y los partidarios de ciertos regímenes militares, se las han ingeniado para convencerse de que, por ser los únicos que saben lo que es forzoso hacer, tienen derecho a mofarse de la opinión mayoritaria.

El relato kirchnerista es épico. Está protagonizado por una pareja de políticos extraordinariamente valerosos -con frecuencia, Néstor habla del "coraje" de Cristina- que están luchando denodadamente en defensa de los intereses populares contra una horda de golpistas militares, estancieros oligárquicos, empresarios insensibles, magnates mediáticos, dirigentes opositores sinuosos y peronistas traidores. Aunque por ahora el pueblo, engañado como está por personajes siniestros, no los quiere, tarde o temprano se dará cuenta de quiénes son sus auténticos amigos y quiénes sólo quieren mantenerlo sometido. Si bien para el grueso de la población resulta difícil conciliar el relato oficial con la conducta de un matrimonio de multimillonarios que nunca deja desaprovechada una oportunidad para aumentar su propio patrimonio, o con las consecuencias concretas nada felices de una gestión caprichosa, es posible que los Kirchner realmente se crean paladines de la equidad económica y la redención de los pobres "negros".

La democracia funciona de manera adecuada cuando, a pesar de las diferencias ideológicas inevitables, gobernantes y opositores comparten el mismo "relato", uno en que todos desempeñan papeles en un drama en que los actores respetan las mismas reglas. Éste no es el caso en la Argentina actual. Por un lado, los opositores siguen procurando acatar las normas previstas por las instituciones; por el otro, el gobierno está construyendo una base de poder extraparlamentaria, movilizando a piqueteros y matones sindicales para asegurarse el respaldo de "la calle", hostigando a los agricultores, atacando económicamente a los grupos mediáticos que le son adversos y tratando de persuadir a sus simpatizantes de que hay un golpe "destituyente" en marcha y que por lo tanto les sería legítimo ir a cualquier extremo a fin de frenarlo.

El lenguaje que emplean los Kirchner y sus aliados es impropio de demócratas. La presidenta nos advierte del peligro planteado por la "desestabilización". El jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, dice que "si lo que están pensando es que nos vamos a ir o nos van a echar, que se saquen la idea de la cabeza; lo garantizo". Puesto que el gobierno comprende que no le será dado continuar contando con el apoyo automático de la mayoría de los legisladores, es decir, de los representantes elegidos del pueblo, ha optado por trasladar el centro de gravedad de la política nacional del Congreso a la calle por imaginar que está en condiciones de dominarla.

Si los Kirchner ganan la apuesta, al país le aguardan años de populismo truculento en que individuos como Hugo Moyano y Luis D´Elía se encargarán de castigar a quienes se animen a oponerse a la totalmente ficticia "voluntad del pueblo" que ellos dicen encarnar. Si la pierden, los meses próximos serán terriblemente conflictivos, ya que podrían estallar batallas campales entre piqueteros oficialistas y antioficialistas, entre los primeros y ciudadanos exasperados que den rienda suelta a sus sentimientos organizando cacerolazos masivos, entre los muchachos movilizados por sindicalistas "gordos" e izquierdistas.

Lo mejor que podría ocurrir sería que los Kirchner se resignaran a que su popularidad personal seguirá por el suelo -según las encuestas más recientes, apenas el 20% de los consultados tiene una opinión positiva de ellos- y que, dadas las circunstancias, les convendría que Cristina mandara a Néstor a El Calafate para entonces limitarse a cumplir un rol protocolar, decorativo, dejando en manos del Congreso la tarea de gobernar con la esperanza de que la ciudadanía se sienta tan desilusionada por los resultados que en el 2011 decida volver al presidencialismo tradicional. Es lo que haría cualquier mandatario democrático en circunstancias similares, pero parecería que los Kirchner ya han descartado dicha alternativa porque a su entender no sería del todo "épico". Antes bien, han hecho suyo el lema nietzscheano, que fue adoptado por el duce italiano Benito Mussolini, de que hay que "vivere pericolosamente".

Es más que probable que Cristina y Néstor tengan ocasión de lamentar su negativa a intentar congraciarse con el resto de la clase política nacional. Abogados que no los quieren ya han acumulado una cantidad imponente de datos que, debidamente tramitados por los tribunales, podrían resultar más que suficientes como para asegurarles muchos años entre rejas o, a lo mejor, un exilio prolongado en un lugar alejado de la Justicia globalizada. Para mantener a raya a los resueltos a verlos en el banquillo de los acusados, tendrían que conservar una cuota de poder equiparable con el que aún detienen o, caso contrario, contar con la simpatía del grueso de sus congéneres políticos. Desgraciadamente para ellos, en la Argentina actual el poder de "la calle" no bastará como para permitirles seguir gobernando por mucho tiempo y los esfuerzos por movilizar a quienes se creen sus soldados les resultarán contraproducentes porque ensancharán todavía más la brecha ya enorme que los separa de la mayor parte de la ciudadanía y de los muchos políticos comprometidos con el orden democrático.

JAMES NEILSON