Para desconcierto de muchos opositores, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner acaba de hacer gala de sus dotes de yudoca al anunciar, como si fuera una iniciativa propia, algo que reclamaban con insistencia radicales, miembros de Coalición Cívica-ARI, del PRO y de la disidencia peronista: la asignación por hijo de 180 pesos mensuales a desocupados y trabajadores en negro que cobren menos de 1.480 pesos. Aunque no se trata de la asignación universal que según los voceros opositores serviría para impedir que operadores clientelistas se encargaran de repartir el dinero, de aplicarse el plan con eficacia podrían beneficiarse hasta 5,5 millones de menores paupérrimos, de suerte que los primeros intentos de criticar la medida parecieron un tanto rebuscados. Con todo, si bien pocos políticos quieran brindar la impresión de estar disconformes con un esquema destinado a atenuar la emergencia social supuesta por la extrema pobreza de casi la mitad de la población, es legítimo sentir preocupación por el impacto del aumento del gasto público ya que, según el gobierno, el costo del programa alcanzará los 10.000 millones de pesos anuales. Como dijo el ministro de Economía, Amado Boudou, "un proyecto que incluye gastos y no los recursos es una ilusión". Aunque el gobierno afirma disponer del dinero necesario gracias a la estatización de todo el sistema previsional, no sorprendería que se viera constreñido a realizar una serie de ajustes fiscales que afectara la actividad económica. También es legítimo sospechar que, debido a las deficiencias notorias de la administración pública, los que se adjudiquen el derecho a discriminar entre quiénes puedan percibir el subsidio y quiénes ya cuenten con un ingreso suficiente resulten ser sindicalistas, piqueteros y punteros políticos proclives a anteponer sus propios intereses particulares a las necesidades de los más pobres y vulnerables.

Con cierto realismo, la presidenta señaló que a lo sumo la medida puede "constituir un paliativo para los sectores que todavía no tienen la posibilidad de un trabajo decente", pero que sería "hipocresía y cinismo" decir que "con esto termina la pobreza". Tiene razón: en la llamada lucha contra la pobreza los subsidios deberían considerarse expedientes defensivos que a la larga pueden resultar contraproducentes, ya que suelen contribuir a consolidar el statu quo. La pobreza no se resuelve redistribuyendo lo que ya existe, sino creando mucho más y brindando a los pobres oportunidades para adquirir los conocimientos y los hábitos personales -la famosa "cultura de trabajo" de que hablan muchos políticos- que les permitirían valerse por sí mismos sin tener que depender de la caridad ajena, aun cuando ésta fuera bautizada "solidaridad" o calificada de un "derecho universal". Por desgracia, ni el gobierno actual ni la mayoría de sus adversarios parecen entender que la mejor forma de reducir los índices aterradores de pobreza registrados en el país consistiría en desmantelar las barreras de todo tipo que obstaculizan a los capaces de crear empresas rentables. Si bien, para indignación de algunos, Cristina se manifestó consciente de que, por simpático que resultara, no convendría ponerse a gravar la renta financiera porque los costos serían mayores que los beneficios, la impresión generalizada de que tanto el gobierno como buena parte de la oposición son estatistas y por instinto contrarios a la iniciativa privada, tomando al empresariado por una minoría inmoral y rapaz que aprovecha la ingenuidad de la gente honesta, es una de las causas básicas del desastre social producido en las décadas últimas. Quienes dicen sentirse angustiados por la pobreza en la que viven casi veinte millones de compatriotas suelen tratarla como motivo de vergüenza para entonces atribuirla a la resistencia del gobierno de turno a "redistribuir la riqueza". Pero sería mejor que pensaran más en las pérdidas colosales ocasionadas por la incapacidad evidente del país para aprovechar más que una parte reducida de su capital humano que, de desarrollarse, estaría en condiciones de asegurar que en el futuro sólo una pequeña minoría necesitara cobrar subsidios magros para que sus hijos pudieran nutrirse debidamente y, desde luego, recibir una educación adecuada.