El comer fuera de hora, más allá del almuerzo y la cena, el estar siempre abriendo la heladera para ver qué hay, aunque uno sepa de antemano que no hay nada, forma parte de la rutina de cada uno de nosotros, mucho más aún en los adolescentes.
O me va a negar que muchas veces reniega por el constante abrir y cerrar la heladera para mirar que hay. Uno mismo lo hace, casi a la par de los hijos.
Me vino a la memoria un tiempo de yogures inaccesibles, de inexistencia de barritas de cereales y de opciones más caseras, donde uno a media mañana o a media tarde apelaba a la imaginación para después transformarlo en comida.
Y hasta parece insólito lo que uno hacía en ese tiempo, no más de treinta años atrás, cuando, al menos en mi caso, la heladera no era precisamente un conservador de mucha comida, sino un espacio de lo justo y necesario, nada más que eso. Claro, lo que sí abundaba eran las botellas de agua, muchas veces vacías.
Por ejemplo, a media mañana lo único que teníamos a mano era pan, pero resultaba cansador comer siempre pan, de manera que cuando había, apelábamos a la mayonesa y comíamos pan con mayonesa, pero cuando no había y tampoco alguna milanesa del día anterior o una feta de fiambre doblada por el paso del tiempo, buenas eran las hojas de la cebolla de verdeo. Sí, comíamos sandwich de pan y cebolla de verdeo, resultaba un pequeño y barato manjar.
Un amigo hacía lo mismo, pero reemplazaba la cebolla por la albahaca y defendía esa elección desde el lado que no dejaba el gusto a cebolla en la boca que duraba horas.
Otras veces, a escondidas, apelábamos al pan, el infalible pan y cortábamos una feta gorda de dulce de batata con la que comíamos el sandwich que nos permitía llegar al almuerzo o a la cena.
También cometíamos la torpeza de hacer un sandwich del dulce con queso cremoso y llevarlo al bolsillo. Apenas un paso implicaba que todo se aplastara y quedara reducido a una masa imposible de comer si no era generando un enchastre imposible de describir.
Claro imagínese lo que sería el interior de esos bolsillos con esa mezcla de dulce de batata con queso cremoso. Ni hablar si estando en clase, en la escuela, cometíamos la torpeza de querer pellizcar un poco de ese sandwich. Ahí no se salvaba ni el cuaderno que en segundos se convertía en servilleta.
Comer fuera de hora para niños y adolescentes implicaba e implica hoy en día que nada de lo comestible que estuviera dando vueltas se salvara. Las tardes de juego implicaban a la vez tardes de gasto de energía y eso era sinónimo de comer y comer, más allá de que el almuerzo y la cena estuvieran garantizados.
Tampoco faltaba en la búsqueda de alimentos alguna golosina, aunque era una opción compleja cuando se trataba de familia de bolsillos flacos.
Existía la alternativa de algún paté o picadillo, marca La Negra, recuerdo que tenía una etiqueta turquesa con una negrita en su logo. Industria Argentina, con llave para abrir la lata al medio. Ni se imaginan la impotencia cuando en días de hambre o de un picnic de la escuela, la llave se perdía y nadie llevaba consigo un abrelatas. Ocurre que esa llave venía adherida a la lata con una gota de estaño y no resultaba muy segura.
La fruta era una opción barata, sobre todo de aquella que teníamos en el patio de casa, algunos higos maduros o limas que tenían un aroma exquisito. Y en el peor de los casos, a partir nueces que estaban en el piso.
En fin, eso sí que no pasó de moda, comer a cualquier hora del día. No hay nada que se salve de hijos que crecen y con ellos su capacidad de consumo.
JORGE VERGARA
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