| Además de votar en elecciones generales, el domingo pasado los uruguayos participaron de un plebiscito en torno de la llamada ley de Caducidad, o sea, amnistiar o no a los acusados de violar derechos humanos fundamentales durante la dictadura militar que gobernó su país entre 1973 y 1985. Para frustración de muchos militantes del Frente Amplio, los resueltos a ver enjuiciada la decena de ex militares y policías denunciados por crímenes de lesa humanidad no consiguieron el 50% necesario de los votos, de suerte que, a diferencia de lo que está ocurriendo en nuestro país, la amnistía seguirá en vigor a pesar de haber sido declarada inconstitucional por la Corte Suprema. Según parece, comparte la actitud mayoritaria el candidato oficialista José Mujica: hace poco dijo que no le "gustaría ver a viejitos en la cárcel". Por tratarse de un ex tupamaro, el escaso interés de Mujica en continuar la persecución judicial de los culpables de cometer delitos aberrantes en el contexto de la versión uruguaya de la "guerra sucia" entre terroristas de retórica izquierdista y el régimen militar habrá sorprendido a sus simpatizantes, pero se puede entender. Mientras que en los primeros años que siguieron al regreso a la democracia era preciso encuadrar en un marco jurídico lo sucedido en una etapa en la que tanto los supuestos defensores del orden como los revolucionarios decididos a subvertirlo hicieron gala de su desprecio absoluto por la "legalidad burguesa", para no hablar de los principios básicos de la convivencia civilizada, andando el tiempo el movimiento en pro de los derechos humanos se transformó en una causa tan politizada que los presuntamente comprometidos con ella carecían de toda autoridad moral. El gobierno del presidente Raúl Alfonsín no cayó en la trampa de tomar la represión ilegal por nada más que una ofensiva gratuita emprendida por las fuerzas armadas y sus auxiliares contra una población civil inocente. Consciente de que el asunto no era tan sencillo, incluyó a los cabecillas terroristas más notorios entre los responsables del baño de sangre de los años setenta, lo que le mereció críticas furibundas por parte de quienes estaban mucho más interesados en reivindicarlos que en asegurar el imperio de la ley. Por motivos políticos, el presidente Néstor Kirchner y su esposa optaron por solidarizarse con los decididos a pasar por alto los delitos perpetrados por montoneros, erpistas y otros, para concentrarse en los cometidos por militares y policías, so pretexto de que sólo los empleados por el Estado podrían ser culpables de crímenes imprescriptibles. A juicio de un sector, dicha postura ha contribuido a prestigiar a los Kirchner, pero en opinión de muchos otros es oportunista discriminar así entre quienes obraron de modo idéntico y que en el fondo compartían los mismos valores, premiando a unos con puestos en el gobierno y castigando vengativamente a otros, además, claro está, de acusar a una gama muy amplia de críticos de sentir nostalgia por la dictadura militar. Una mayoría de los uruguayos acaba de oponerse a la anulación de la ley de Caducidad que ha servido para distanciar a su país de una etapa miserable en que tanto los tupamaros como los militares y policía se sentían facultados para pisotear los derechos ajenos. No es de suponer que muchos hayan querido reivindicar lo hecho por el régimen militar de su país, el que de todos modos fue menos brutal que el nuestro, pero a la mitad de quienes votaron le parece antipático e inútil seguir revolcándose en el pasado. Por lo demás, el grueso de los contrarios a anular la amnistía no pueden sino entender que el peligro de que los militares reincidan es virtualmente inexistente, de suerte que condenar a algunos a pasar años en la cárcel no serviría para disuadir a quienes podrían sentirse tentados a emularlos en el futuro. Bien que mal, en Uruguay, como en la Argentina, la vigencia del respeto por los derechos humanos dependerá de la evolución social y política de los dos países. Así las cosas, la tesis izquierdista de que en ciertas circunstancias violarlos resulta por lo menos comprensible, cuando no justificable, es más peligrosa que la reivindicada por los convencidos de que es mejor cortar con el pasado que insistir en mantenerlo presente. | |