Decía el conde sardo Joseph-Marie de Maistre, un conservador de opiniones contundentes, que "cada pueblo tiene el gobierno que se merece". Se trata de un juicio cruel pero, siempre y cuando sea cuestión de un pueblo que disfruta del derecho democrático a deshacerse de sus gobernantes si tiene motivos para no quererlos, de uno que puede justificarse. Aunque en muchos países, entre ellos la Argentina, la mayoría parece coincidir en que su propio gobierno, cuando no "la clase política" en su conjunto, no está a la altura del resto de la sociedad, el desprecio que tantos dicen sentir por quienes están en el poder, y por los líderes opositores, raramente se ve reflejado en los resultados electorales.
A veces los votantes castigan con ferocidad a integrantes de un partido determinado, como sucedió a los radicales luego de la caída de Fernando de la Rúa, pero suelen descubrir muy pronto que quienes los reemplazan padecen de los mismos vicios. Por cierto, sería difícil sostener que la clase política argentina actual fuera llamativamente distinta de las de otros tiempos. Puede que haya evolucionado y que, no obstante los prejuicios populares al respecto, se haya hecho más "madura", pero parecería que pocos lo creen.
Antes bien, hay un consenso en el sentido de que la supuesta mala calidad de los dirigentes locales se debe a que el orden político nacional funciona mal y que por lo tanto es necesario hacer algo para mejorarlo. Los Kirchner, pues, pueden recordarles a los dirigentes opositores que en muchas ocasiones ellos mismos han reclamado reformas que en algunos casos se asemejan a las incluidas en el paquete que Cristina presentó en público un par de días atrás. Pero aunque con escasas excepciones los políticos concuerdan en que son necesarias reformas, esto no quiere decir que una revisión drástica del sistema electoral serviría para alcanzar los fines que todos dicen creer deseables. No tuvieron éxito los intentos de renovar la clase política desde abajo, convocando a asambleas populares y así por el estilo, que se ensayaron cuando miles marchaban por las calles de las ciudades gritando "que se vayan todos". En cuanto a los esfuerzos por hacerlo desde arriba, no podrán arrojar resultados positivos a menos que los dirigentes responsables gocen de un grado de autoridad moral que sea realmente excepcional.
Desgraciadamente para los Kirchner, perdieron hace tiempo la autoridad moral que a ojos de la mayoría tenían a inicios de su gestión bicéfala. En la actualidad, motivan tanta desconfianza que incluso sus simpatizantes dan por descontado que la razón por la que se les ha ocurrido impulsar una reforma drástica del sistema electoral consiste en su voluntad de aprovechar su dominio del aparato del PJ para echar una zancadilla a los peronistas disidentes a fin de asegurar que, a pesar de su falta de popularidad, Néstor sea el candidato presidencial del movimiento.
La presidenta y su marido quieren cambiar las reglas del juego porque, aleccionados por lo que sucedió en la provincia de Buenos Aires hace ya cuatro meses, temen que de mantenerse las vigentes perderían por un margen escandaloso. ¿Puede concebirse un esquema jurídico que les permita transformar el nivel bajísimo de aprobación que según las encuestas todavía retienen en un capital político lo bastante abultado como para garantizarles un triunfo en el 2011? Nadie discutiría que, cuando de sus finanzas personales se trata, la pareja se han mostrado plenamente capaz de hacer de una inversión modesta la base de una fortuna envidiable, pero sería asombroso que lograra repetir la misma hazaña en el ámbito político.
Con franqueza sorprendente, hace algunos días el ministro del Interior Florencio Randazzo formuló una especie de autocrítica genérica al dar a entender que en su opinión "los dirigentes que son elegidos" carecen de "representatividad y legitimidad", deficiencias que el gobierno se ha propuesto remediar cambiando el sistema electoral. Los Kirchner creen que se verían beneficiados si se aprobaran las reformas proyectadas, pero es de suponer que también entienden que a menos que logren reconciliarse con el grueso de la ciudadanía ningún esquema electoral, por ingenioso que fuera, les permitiría aferrarse al poder más allá de las elecciones próximas.
Con todo, los santacruceños tienen derecho a esperar que andando el tiempo la mayoría, luego de pensar en las desventajas que le supondría votar por las alternativas planteadas por Julio Cobos, Elisa Carrió, Mauricio Macri, Felipe Solá, Eduardo Duhalde y compañía, se resigne a cuatro años más de Néstor a partir de diciembre del 2011. Dadas las circunstancias, la posibilidad de que ello ocurra es escasa, pero a los Kirchner les es importante mantener viva la ilusión de que seguirán en el poder por muchos años más: de difundirse la certeza de que están por irse, el "movimiento" que han improvisado en torno a su "proyecto" podría desbandarse en un lapso penosamente breve, lo que los dejaría solos frente a una multitud resuelta a humillarlos.
A primera vista, fortalecer el bipartidismo ayudaría al expulsar del redil a muchos minipartidos cuyos miembros tendrían que optar entre conformarse con un papel extraparlamentario o sumarse al PJ, la UCR o una eventual fuerza nueva que lograra erigirse en un auténtico partido nacional. Sin embargo, la fragmentación enfermiza que es tan típica de la política nacional no sólo ha dado pie a una plétora de partidos minúsculos sino también a una cantidad descomunal de facciones radicales, peronistas e incluso aristas que se comportan como si fueran partidos independientes. Dar más poder a quienes manejan los aparatos partidarios con personería jurídica reduciría la tentación de alejarse del tronco principal, pero no contribuiría a hacer más vibrante la democracia.
Asimismo, procurar obligar a todos los ciudadanos a votar en internas partidarias abiertas, además de las elecciones generales, molestaría a los muchos que no se sienten comprometidos con ningún partido y que preferirían esperar hasta saber quiénes competirán por la presidencia de la Nación. Sería factible que el tener que participar de las internas motivara más interés por las actividades de los políticos profesionales, pero también lo sería que desatara una rebelión que se manifestaría a través de un voto bronca en escala masiva. Una razón por la que instituciones básicas de la democracia, como el Congreso, se han desprestigiado tanto consiste en la impresión difundida de que la clase política constituye una suerte de corporación cerrada cuyos miembros son duchos en el arte de engañar a la gente. Para los ya hartos de las pretensiones de los políticos, el autoritarismo supuesto por el voto compulsivo será un motivo adicional para repudiarlo.
JAMES NEILSON