Es la agresión policial a Jesús Escobar un punto de no retorno en una escalada represiva desencadenada por el gobierno para contener la protesta social en tiempos de crisis? ¿O, por el contrario, es un hecho aislado, producto del ofuscamiento momentáneo de unos pocos uniformados ante una actitud destemplada de un funcionario municipal? ¿Hubo, en fin, tal agresión o a los policías no les quedó más remedio que reducir por la fuerza a una persona que actuaba con ofuscación?
El hecho ocurrido el martes por la noche en la comisaría Primera ha tenido la virtud de dividir el espectro político: de un lado quedaron las fuerzas de la coalición que gobierna el municipio y un amplio arco de la oposición al MPN, del otro el gobierno de Jorge Sapag.
Mientras para los primeros se trata de un atropello -un funcionario fue insultado, golpeado y esposado como un criminal y dos legisladoras vapuleadas-, en suma del comienzo de una etapa negra, para el gobierno es el resultado de una conducta imprudente de Escobar que éste y la oposición intentan capitalizar políticamente en perjuicio del oficialismo.
En realidad ambos sectores exageran. Ni lo ocurrido es un indicio contundente de que la administración emepenista se interna en un proceso de corte "fascista". Ni se trata tampoco de una mera avivada de Libres del Sur y del resto del arco opositor.
En todo caso, si el hecho reviste gravedad política es precisamente porque trasciende lo anecdótico para internarse en el plano de la puja por el poder y, en definitiva, por el modelo con el que la provincia debe enfrentar la crisis en los tiempos que corren.
La policía no debería hacer uso excesivo de la violencia en ningún caso, pero Escobar es una figura pública que cualquiera -incluida la propia fuerza- puede identificar de inmediato. Aun en la hipótesis no descartada de que haya irrumpido destempladamente en la comisaría e increpado de mal tono a los uniformados, como sostiene la versión de los policías, éstos sabían perfectamente a quien reducían con despliegue de violencia y también las eventuales consecuencias de un acto de esa naturaleza.
Esto es importante aclararlo porque una fuerza subordinada al poder político, como es la policía, sabe perfectamente hasta dónde le es permitido actuar dentro de las normas y el reglamento. Tanto como cuándo y con quiénes se puede permitir "excesos".
Es un hecho, por ejemplo, que la policía de esta provincia maltrata y golpea a los pibes de los barrios, quienes profesan a su turno idéntica inquina por los uniformados y aprovechan cualquier oportunidad para insultarlos y apedrearlos. De hecho, los casos de apremios se han incrementado en los últimos años y los jóvenes están entre las principales víctimas. Pero no hay antecedentes de uniformados que la emprendan a golpes con los funcionarios del gobierno, ni siquiera cuando éstos descabezan brutal e injustamente a la plana mayor de la fuerza, como hizo Sobisch en cierta oportunidad sólo por preservar su "autoridad".
Si, como ocurrió en apariencia el martes en la comisaría Primera, la policía zamarrea sin mayores contemplaciones a un conocido miembro de la oposición y se permite mortificar con improperios machistas a dos legisladoras respaldadas por el voto popular, es porque se siente medianamente autorizada a hacerlo, sea porque alguien con poder la autorizó explícita o implícitamente o porque cree que tiene una oportunidad de cobrarse viejas cuentas con cierta impunidad. Y esto puede incluir desde la militancia piquetera de Escobar en los 90 hasta deudas no saldadas del poder político.
En algún sentido, la génesis de esta tácita "autorización" está también en el cambio de discurso oficial, que pasó últimamente de cierta permisividad y ensalzamiento de la "paz social" a la adopción, tibiamente hasta ahora, del discurso de la mano firme y la tolerancia cero que propugnan los sectores de derecha.
Lo cierto es que el principal costo de un típico "exceso" como el aplicado a Escobar lo paga fundamentalmente el poder político, es decir Sapag. También, en mucho menor medida, el jefe de la Policía y, desde luego, el comisario de la jurisdicción donde ocurrió el descalabro. No por nada tanto el jefe de la fuerza como el responsable de la Primera no se encontraban en funciones en el momento en que ocurrió el hecho.
Quien sí se encontraba era el gobernador. Pero Sapag, en lugar de comprometerse inmediatamente a investigar a los responsables para poner en blanco sobre negro la actitud de sus subordinados, optó por guardar silencio durante casi un día y luego por pasarle la pelota a la Justicia con el endeble argumento de que se trató de "un hecho judicial".
Desde luego, Sapag está en su derecho de no creerle a Escobar, tanto como a desconfiar de "su" policía, pero estamos en la Argentina, donde "averiguación de antecedentes" es virtual sinónimo de hostigamiento o de apremio y donde aporrear a un funcionario y apurar a dos legisladoras trae a la memoria la prepotencia de las dictaduras. ¿O no es que en democracia no hay mayor majestad que la del voto ni mayor autoridad que la ley y los funcionarios que la ejercen?
Para mayor paradoja el funcionario humillado y maltratado es el responsable de velar por la promoción de los derechos humanos en el ámbito comunal. Lo que acaso no sea un capricho del azar sino todo lo contrario: a pesar del aporte que los organismos humanitarios han realizado contra el despotismo de los regímenes de facto que padeció el país, no son pocos entre los uniformados quienes se sienten abandonados a su suerte en el manejo cotidiano de la violencia que genera un sistema tan desigual como corrupto.
En ese contexto, lejos de percibir que sus "excesos" tarde o temprano se vuelven también contra ellos mismos, tienden a hacer propio el discurso reaccionario que percibe a los organismos de defensa de los derechos humanos como un obstáculo para la ejecución de sus designios. En medio de todo eso, campea la hipocresía de una sociedad acostumbrada a mirar para otro lado y a desgarrase las vestiduras cuando el desastre es demasiado evidente.
Con todo, lo ocurrido en la comisaría Primera con Escobar dista de ser una bisagra en el marco de un supuesto endurecimiento a ultranza del gobierno. No está escrito que sea ésa la voluntad de Sapag, que ascendió bajo el signo del diálogo y que, si bien protagoniza una inflexión discursiva frente al grave cuadro financiero y la multiplicidad de demandas de todos los sectores, parece bastante lejos de querer encabezar una escalada represiva.
Escalada que, en todo caso, le demandan vivamente los sectores prebendarios que supieron mirar para otro lado cuando la gestión anterior tomaba por asalto las arcas del Estado.
Empero, se equivoca el gobierno si cree que puede tolerar sin daño para su propia estabilidad desplantes como el protagonizado el martes por la policía. O consolarse pensando que el problema se arregla pateando la pelota al campo del Poder Judicial. Más tarde o más temprano deberá poner orden entre sus subordinados o pagará las consecuencias de su indefinición.