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Entre los muchos dislates que conforme al oficialismo actual cometió Carlos Menem, uno que todavía provoca risas burlonas fue insistir en que la Argentina podría convertirse en un país del Primer Mundo. Los más contrarios a la idea no eran liberales escépticos sino nacionalistas, populistas e izquierdistas que sentían que la eventual integración del país al Primer Mundo equivaldría a una derrota intolerable. Como aquellos contestatarios europeos y norteamericanos que aprovechan toda oportunidad para participar en protestas callejeras contra el sistema capitalista occidental y hacer gala de su hipotética solidaridad con el Tercer Mundo, están tan comprometidos con "la lucha" contra el imperialismo capitalista que a su entender sólo un traidor miserable podría querer que la Argentina se asemejara más a Estados Unidos o Suecia que a sus vecinos más pobres, corruptos y caóticos. También suelen hacerse oír los dispuestos a reivindicar todo "lo nuestro", sin excluir las manifestaciones de atraso que, por desgracia, pueden encontrarse en ello. Para quienes piensan de este modo, el Primer Mundo es una sucursal del infierno. Los uruguayos son distintos. Al cerrar la campaña que con toda probabilidad lo llevará a la presidencia, José Mujica juró ante una concentración multitudinaria en el centro de Montevideo que su partido, el Frente Amplio, "vino a cambiar el país, a hacerlo del Primer Mundo". En la Argentina, sólo a un neoliberal despistado se le ocurriría decir una cosa así, pero a Mujica, que para más señas es un ex guerrillero tupamaro de opiniones izquierdistas, le pareció perfectamente razonable suponer que al Uruguay le convendría seguir el mismo camino que Finlandia, un país pequeño que, la educación pública mediante, se transformó en un lapso muy breve de una comarca bucólica en un líder tecnológico próspero. ¿Y por qué no? Si bien Uruguay sigue siendo un país relativamente pobre, cuenta con recursos materiales y humanos que, adecuadamente administrados, serían más que suficientes como para permitirle alcanzar los objetivos fijados por el candidato presidencial de la izquierda democrática. Según Mujica, hay que despedirse de la nostalgia y dejar de soñar "con el Maracaná", o sea, con aquel día apoteósico en 1960 cuando en Río de Janeiro, para asombro de los brasileños derrotados, la selección uruguaya se alzó con la Copa Mundial de fútbol. Por ser la Argentina un país mucho más grande que Uruguay que en su momento pareció estar en vías de erigirse en una gran potencia, aquí la nostalgia es incomparablemente más fuerte. Tiene poco que ver con el fútbol. No sólo los peronistas, sino también radicales y partidarios de agrupaciones menores siguen librando en su imaginación batallas políticas e ideológicas ya fantasmales que debieron haberse resuelto más de medio siglo atrás pero que todavía los fascinan. De vez en cuando, algunos se ponen a preparar "proyectos nacionales" para la Argentina del futuro próximo, pero sus esfuerzos en tal sentido suelen dar pie a nada más que listas de intenciones presuntamente buenas, acaso porque les sea irresistible la tentación de volver a internarse en el pasado a fin, dicen, de no repetir los errores. También incide la noción de que sería humillante intentar repetir lo ya hecho en otras latitudes. Luego de recordarnos que todos los países son diferentes y que lo que puede funcionar en uno a menudo resulta contraproducente en otros -lo que, huelga decirlo, es indiscutible-, quienes se animan a pensar en el futuro se creen constreñidos a inventar un "proyecto" que nadie tomaría por una copia de un producto extranjero. Los frutos de tales ejercicios raramente sirven para mucho, ya que sus autores se sienten obligados a minimizar, e incluso a reivindicar, aquellas particularidades nacionales que han contribuido a frenar el desarrollo del país, como las supuestas por la legislación correspondiente a los sindicatos (que fue copiada de la confeccionada por el fascismo italiano), un sistema educativo arcaico, estrategias económicas de inspiración autárquica y una propensión a creer que la Argentina tiene forzosamente que estar en conflicto con un Primer Mundo que por motivos no muy claros estaría decidido a mantenerla marginada. Puede que la convocatoria de hombres como Mujica carezca de glamour revolucionario y que en opinión de algunos pensadores locales sea indigna de uno tan grande como la Argentina, pero en vista de las alternativas sería difícil concebir otra mejor. De hacer de lo que podría calificarse de "primermundismo" la doctrina nacional, gobernantes, funcionarios, políticos opositores e intelectuales deseosos de aportar algo constructivo se concentrarían en comparar las instituciones, leyes y prácticas locales con las de los países más ricos con el propósito de aprender de los éxitos y fracasos ajenos, lo que simplificaría muchas cosas. Por lo demás, se tomarían mucho más en serio los rankings difundidos por consultoras privadas, grupos empresariales importantes y ciertas reparticiones de la ONU, en que se procura medir el progreso de los diversos países según pautas basadas en la convicción de que los occidentales más el Japón son los más avanzados y que les convendría a los del Tercer Mundo intentar emularlos. Al gobierno kirchnerista le gusta dar a entender que su "modelo" constituye una alternativa al "neoliberalismo" que, supone, ocasionó estragos terribles en aquella década atroz de los noventa. Hasta hace un par de años, buena parte de la población pareció coincidir con las pretensiones de la pareja santacruceña, pero desde entonces mucho ha cambiado al darse cuenta la mayoría de que los más perjudicados por la "lucha" que los Kirchner dicen estar librando contra el cuco "neoliberal" han sido precisamente los más pobres, cuyo número ha aumentado mucho últimamente. Que éste haya sido el caso dista de ser sorprendente, ya que los esquemas denostados por "neoliberales" son típicos de las sociedades relativamente prósperas. En cambio, en las subdesarrolladas abundan los que preferirían ver depauperados a millones, a reconocer que el único sistema económico capaz de darles la posibilidad de una vida mejor es el que -por motivos que ellos dicen son ideológicos pero que en verdad son producto de su propia condición psicológica y de la cultura resultante- odian por encima de todo lo demás. JAMES NEILSON
JAMES NEILSON |
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