Cuánta gente conocimos desde siempre por su otra identidad, esa más popular que el mismo nombre que tiene, que tal vez ni siquiera preguntamos.
Los apodos, sí, los apodos son esa segunda identidad, esa que para la policía es el alias, pero que para los más cercanos es nada más ni nada menos que identificar desde el afecto a una persona.
Y me vino a la mente una larga lista de gente que conocí sólo por el apodo, los vi por años y jamás se me ocurrió indagar sobre su nombre, no era importante saberlo y si lo hubiera sabido de qué serviría si todos en el pueblo lo conocían por su nombre popular, por su apodo. Un hombre que solía limpiar acequias, porque en el norte los canales se llaman acequias como en la zona de Cuyo, siempre solía pasar por casa, avisaba que era tiempo de limpieza y pasaba hasta el fondo de lo que antes había sido una quinta donde quedó la acequia. Y se presentaba como Charles Bronson, así decía llamarse, como el actor, aunque con abismales diferencias en todo sentido. Y para nosotros, para mi familia, para mis hermanos que sabíamos que ese no era su nombre real, siempre fue Charles Bronson, como lo fue para todo el pueblo. Esa era su identidad para el público. Incluso el almacenero que le fiaba seguido lo tenía anotado con lápiz negro en un cuaderno Gloria también como Charles Bronson.
Los apodos son y lo fueron siempre una segunda identidad, como bien definió hace poco el diario La Gaceta de Tucumán, son ese alias que permite identificar a la perfección, sin número de por medio ni nombre elegido por los padres, a una persona.
Claro, los hay ingeniosos, ocurrentes, divertidos, pero también los hay agresivos. Están los que son demasiado comunes, como decirle a alguien que es el gordo o el flaco, lo cual no resulta tan claro para identificar a una persona, simplemente porque los gordos y flacos son miles y miles. Hay quienes tienen apodos que no sabrían explicar con certeza.
Una familia amiga parece que tuvo como consigna que todos sus integrantes tuvieran un apodo que empezara con "p" y así lo hicieron. Para colmo, eran un montón, una verdadera familia numerosa.
La mamá era conocida como Pelada, su esposo Pío, sus hijos Puki, Pipo, Polín, Pelusa, Pepe y uno más que no puedo recordar, pero que constituían la familia de las p, que en algunos casos costaba identificar.
Recuerdo que un viejo panadero de mi pueblo cuyo nombre descubrí con los años, era conocido como Cocoro, siempre fue Cocoro para todo el mundo, venía ese apodo de su carácter de cocorito, y le quedó Cocoro. Pero cuando nacieron sus hijos, una mujer y dos varones, ella era la Cocora y sus hermanos los Cocorinos.
Y no me quiero meter con los defectos porque esos apodos sí que me parecen desagradables. Por más que sean ingeniosos y creativos, son generalmente agresivos, porque surgen de un defecto visible de alguna persona y no resulta agradable utilizar esa razón para poner un apodo. Ahí deja de ser una cargada para convertirse en burla.
Pero hay uno suavecito, que en realidad no apunta a un defecto. Tenía un compañero de escuela al que le decían Zuri, el zuri es el hermano o primo del choique o del avestruz, sólo que tienen alguna diferencia. Bueno, tenía las piernas flacas y largas, la cola muy arriba y cuando caminaba era lo más parecido a un avestruz.
El tema de los apodos es una cuestión que trasciende los tiempos, que pasan de generación en generación. Es posible que muchos de los apodos sigan de padres a hijos e incluso a sus nietos. Como por ejemplo los Sapos, así le decían a una familia de mi pueblo, y cuando era necesario puntualizar en alguno de sus hijos, se les decía los sapitos.
JORGE VERGARA
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