Los muertos gobiernan a los vivos", decía Augusto Comte en una conocida sentencia, para dibujar la inexorable presencia del pasado en el presente. Un pasado que exige deberes de memoria pero, al mismo tiempo, para no seguir instalados en el odio, un esfuerzo correlativo de sutura. Según otro controvertido texto de Ernest Renan, "la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, pero también que hayan olvidado muchas cosas". Una afirmación que obliga a reflexionar sobre lo que debe ser olvidado, pero también sobre lo que no puede ser objeto de obliteración y olvido.
Esta necesidad de alcanzar la memoria justa es el tema que convoca a Hugo Vezzetti -"Sobre la violencia revolucionaria" (siglo XXI)- en un ensayo destinado a profundizar en un tema tremendamente difícil, por la existencia de profundas heridas todavía abiertas, consecuencia del uso de la metodología aberrante de la desaparición forzada de personas, que ha dejado a tantos muertos sin sepultura. Por consiguiente, el trabajo de separarse de un tiempo pasado, dominado por la furia de los rencores, debe necesariamente partir del hecho de asumir plenamente el dolor provocado por tantos cuerpos torturados, asesinados, desaparecidos y apropiados. No hay memoria sin reconocimiento.
A partir de ese presupuesto, lo que a continuación debe quedar vedado es el uso político del pasado, el cual no debe utilizarse en contiendas electorales ni puede servir para favorecer una recuperación parcial y exasperada, destinada a contribuir a los intereses partidarios de los vivos. Como señala Vezzetti, no debemos aceptar una politización mezquina de los derechos humanos. De allí que se extrañe de que en la Argentina no hubiera habido una acción estatal autónoma, capaz de favorecer una recuperación menos parcial de ese pasado, que ha quedado entregado por delegación a los representantes de los familiares de las víctimas.
Esa renuncia del Estado y la sociedad a una recuperación imparcial del pasado no permite separarse de lo que Tzvetan Todorov llama "el privilegio de las víctimas", que se impone cuando son sólo los afectados los que se apropian de la denuncia y el reclamo por las ofensas infligidas. Una memoria fundada en la justicia es igualadora, en el sentido de que rescata los muertos comunes, y se aleja de una memoria inspirada en la gloria de las guerras y los combates. De allí que Vezzetti denuncie también una creciente radicalización discursiva que desplaza el significado del homenaje a los desaparecidos, cuando son evocados no tanto como víctimas sino como combatientes, en una suerte de celebración de sus luchas.
Tampoco el deber de la memoria puede permitir omisiones y olvidos relativos. Al focalizarla exclusivamente en los crímenes atribuidos al terrorismo de Estado, quedan en una cierta penumbra cuestiones vinculadas con la responsabilidad de la sociedad civil, que miró hacia otro lado, o el de ciertos partidos políticos y líderes que retomando fórmulas y prácticas de una derecha reaccionaria -reflejadas en el accionar de la Triple A- dieron legitimidad e impulso a la doctrina de la seguridad nacional. También el de las organizaciones que propiciaron la insurgencia armada y que al asimilar los conflictos políticos al esquema de una guerra, contribuyeron decisivamente a crear las condiciones psicológicas para incorporar la nueva lógica del terror.
No obstante, como afirma Vezzetti, sigue existiendo una diferencia esencial entre la responsabilidad de quienes alentaron el terrorismo de Estado y la que cabe a los grupos insurgentes. El terrorismo de Estado se ejerció como un poder sin límites que hizo desaparecer los fundamentos éticos del Estado. Por otra parte, basta recordar el aberrante método del empalamiento que sufrieron algunas víctimas, para tomar conciencia de la enorme desmesura de crueldad inhumana ejercida en la tarea de exterminio y aniquilación emprendida por los que impusieron el terrorismo de Estado. De allí que, pese a los reclamos aislados de algunos sectores conservadores, sea comprensible y justa la aplicación diferencial del instituto de la prescripción, según la conocida doctrina de la Corte Suprema.
La prescripción opera en el terreno jurídico, pero en el plano de la memoria no puede haber tratamiento diferenciado. La elaboración justa del pasado obliga a un esfuerzo integrador que no pretende una reconciliación imposible entre víctimas y victimarios ni busca anular las diferencias emocionales. Intenta simplemente alcanzar un cierto consenso racional sobre una interpretación del pasado que pondere en forma equilibrada la variedad de causas que impulsaron un determinado resultado y contemple el dolor de todos los afectados. Los pueblos que no reconocen su historia están condenados a repetirla. De allí que la evocación del pasado recién cumple con su misión redentora cuando su fuerza se utiliza para iluminar el presente y construir las vigas maestras del porvenir.
ALEARDO F. LARÍA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y periodista