El 2009 cerró dos biografías intensas. La primera corresponde a un político de profesión, según la clásica distinción pensada por Max Weber hace cien años. Hablamos de quien dejó algo más de medio siglo de continua intervención en la escena política y un capítulo central para nuestra experiencia democrática. Es la historia aún presente de Raúl Ricardo Alfonsín. Pasó apenas medio año de su muerte. La otra responde a un tiempo biográfico de igual longevidad, de presencia en la cultura musical de los argentinos. Referimos a la recientemente fallecida Mercedes Sosa.
Ambas biografías enlazan cultura y política, constituyendo parte vivencial de una cultura política como la argentina. Ésta pareciera vivir una inacabada "oportunidad de identidad". Sus raíces se encuentran en la mitad del siglo pasado. Allí se inicia nuestra cultura política que contenía "mucha política" para un país que sesenta años después aún sigue inscripto en "la larga agonía" del peronismo, cuando no del radicalismo como movimientos de acción e ideas que reúnen pociones variables de conservadurismo, liberalismo y fórmulas corporativistas del bienestar de esas que adquieren el término peyorativo de "populismo". De izquierdas y derechas que anidan en esas expresiones, pero también de esas otras que se despliegan por fuera de esa bipolaridad movimientista, como ocurrió con la identidad de los comunistas. Mercedes Sosa pertenecía a estos últimos. Alfonsín siempre tuvo clara su pertenencia al radicalismo, aunque también a un sello personalísimo que él mismo forjó.
También en esa cultura política hubo un capital para construir nuestra historia menos ingenua, en contraposición a aquellas miradas actuales que mostraron al hombre político que fue Alfonsín como un nato conciliador o a la "Negra" Sosa como excepcional voz sin pasado político. Como si el tiempo presidencial de Alfonsín hubiera sido de armonía y progreso, de ruptura con el personalismo, de instituciones representativas que por el solo hecho de su reinstalación después de la última dictadura daban cuenta de un proceso acabado de "institucionalización". De una realidad política que a la hora de la muerte de Alfonsín fue pintada como el momento ideal para el relanzamiento de partidos sólidos, estructurados y principistas junto con corporaciones industriales y agrarias que se dirigían a la casa presidencial o al Parlamento para "debatir" sus intereses siempre bajo un tono conciliador y nada prepotente. De medios que no sabían de titulares catástrofes y militares que se desarmaban y preparaban su nuevo rol frente a la democracia. Nada de eso ocurrió en los años más vitales del político Alfonsín, tanto en su tiempo presidencial de cincuenta y cinco meses como en los que llevó al pacto de Olivos en 1993, o sus críticas al neoliberalismo de Carlos Menem o en la conformación de la Alianza. Tampoco en sus tensiones con Fernando de la Rúa o las menos duras con Néstor Kirchner.
Lo cierto es que su tiempo presidencial fue de corporativismo de intereses -en definitiva todo corporativismo es de intereses, el problema es cuando se presentan desnudos- de empresarios y militares. También de una arquitectura sindical devaluada, aunque este mundo siempre merece ser colocado en otro lugar diferente, al carecer del poder de fuego de los militares o del dinero del campo empresarial. Asimismo de un mundo de partidos que prometía salir de un lugar pretencioso del "movimiento nacional y popular" por querer representar al todo social, aunque sabían que debían pensarse como una parte de la sociedad política.
En definitiva, estos últimos rasgos y no los imaginados fueron las bases que dieron una cultura de la política como la argentina que, a pesar de sus déficits, avanzaba hacia una democracia de actores pretenciosos que aún creían en la palabra y la acción. Palabra y acción entendidas desde el tono sumamente conflictivo de la política y no en su sentido devaluado con el que se la piensa en estos tiempos, donde la política está más lejos de los partidos y más cerca del retorno al lugar de las corporaciones, entre ellas las empresariales y mediáticas.
Y Mercedes Sosa, ¿qué tiene que ver con este tiempo de una cultura política de un pasado que aún cabalga sobre el presente? Su historia marcada por la palabra o, en todo caso, por el contenido de repertorio cancionero. Fue una voz que tuvo prohibiciones. Había letras que sumaban la poesía "insurgente" para sus más firmes detractores. De la palabra de un cancionero que vivía la política como lucha. Del compromiso con su tiempo. Hoy ese término que es un valor está en gran medida presente a pesar de la fuga hacia adelante que protagonizan tantos intelectuales, artistas o músicos del género que sea. La biografía de Mercedes Sosa es también historia dentro de la ilusión. Aquella que protagonizaron los comunistas y que dejó mucho más que los relatos biográficos de este tiempo poco interesados acerca de nuestro pasado cargado de desilusiones. La ilusión de esos comunistas de la cultura produjo también oportunidades para una identidad global, ya que colocaba a la Argentina política dentro de las batallas políticas de la Guerra Fría.
Raúl Alfonsín, hombre de la política como lucha. Mercedes Sosa, una voz de la cultura del compromiso. Ambas biografías remiten a una historia que se resiste a morir. También a la construcción de concepto que apunta a comprender la existencia de actitudes, normas, valores, información, conocimientos y creencias generalizadas que definen los fenómenos políticos. Son parte de una cultura política que procura abarcar los aspectos subjetivos y objetivos de una política y una cultura que necesita ser mejor de lo que es.
GABRIEL RAFART (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Derecho Político de la UNC